Atenas, 27 de junio de 2015
A las cinco de la mañana me desperté con ganas de ir al baño. Me puse los calcetines, costumbre de viajera mochilera. Y entonces, tras años de olvido, me acordé.
Eran aquellos unos años quizá ingenuamente rompedores, en los que no sólo corríamos delante de los grises, que eso está archisabido, queríamos entonces vivir de forma tan diferente que intentábamos cargarnos todo lo anterior. Y ahí se nos podía ver a las féminas en el metro llamando la atención con nuestras piernas y axilas (sobacos se decía entonces, vaya palabra fea por cierto) peludas como las de algunos mozos, o con las tetas bailando porque lo del sujetador era algo contra natura. Nuestra casa parecía el lugar de reunión del barrio mañana, tarde y noche, y nuestro hijo mayor que entonces tenía no más de año y medio bailoteaba por entre las piernas de todo quisque tratado como si fuera un adulto. De vez en cuando celebrábamos una misa en el cuarto de estar, en aquel entonces éramos creyentes, progres eso sí, y quizá por eso nuestras creencias no impedían que tanto en el mismo cuarto de estar como en cualquier otro lugar de nuestra casa o de la de cualquiera de los adeptos a la ruptura de las costumbres en boga anduviéramos en pelotas.
¿Y de dónde venía todo este derroche de palabras? Ya, que me había puesto los calcetines para ir al baño compartido del hotel. El caso es que al ponerme los dichosos calcetines, rojos para más señas sin que esto tenga ninguna connotación fuera de que ese es su color de origen, me acordé de un polvo que eché por aquellos años, años en que, en nuestro afán regenerador, aprendimos también a romper con los sagrados imperativos matrimoniales, un polvo decía, con un compañero de un movimiento pedagógico progresista y rompedor (el movimiento, el compañero ni idea).
Lo curioso es que el susodicho compañero, del que no recuerdo el nombre, como es de suponer, cuando me levanté por la mañana, dado que no vivía solo y que la limpieza no era lo más buscado en aquella casa, me dijo que me calzara. Y aunque yo era muy progre y aquello no me impresionó aparentemente puesto que nosotros y nuestros colegas del barrio tampoco éramos demasiado pulcros, algo se me debió quedar en el magín para que tenga asumida esta costumbre de ponerme calcetines en los hoteles económicos que usamos en nuestros viajes.
Me volví a la cama y gracias a mis calcetines rojos tuve un lindísimo sueño acorde con... lo relatado hace un momento.
Bien, yo debería estar escribiendo sobre el viaje y en concreto sobre el Olimpo, Meteora y Atenas. Esa sería mi obligación de viajera. Así que vamos a otra cosa.
De Salónica a Meteora fuimos en autobús, en dos para ser exactos. El Olimpo estaba cubierto por las nubes anunciadas días atrás lo que nos confirmó en la decisión del cambio del Olimpo por Meteora. ¡Ah! y el revisor del bus nos ofreció chicle, costumbre perdida más al oeste de Grecia. Cuando yo era pequeña la gente siempre ofrecía de lo suyo a los demás viajeros.
Cambiamos de autobús en Trikala. Voy recordando algo del griego, el genitivo por ejemplo, terminación omega ni, así que K.T.E.A. Trikanon (con omega) estación de autobuses de Trikala. Eso creo.
Moverse en autobús ayuda a estar más en el propio viaje. El tiempo comienza a perder entidad.
Un río canalizado atraviesa la ciudad. Los ríos siempre dan un buen sabor a las ciudades que recorren. Recuerdo ahora el Garona en Toulouse y de ahí a mi amigo Antonio al que veré en México si este viaje continúa hasta ¿la próxima primavera?
Quizá otro día escriba sobre Meteora o sobre Atenas. De momento remito al hipotético lector al blog de mi chico, mi compañero de viaje. (http://elchorrilloviajar.blogspot.com.es)
Fotos : Meteora, estela funeraria, estela representando a un médico en su trabajo, delicadeza de una kore, culos griegos, Afrodita enfadada con Pan (no sé en qué orden)