En el avión entre Bangkok y Helsinki, 15 de junio de 2016
Llevo algo menos de veinticuatro horas en tierra de nadie.
Chiang Ray, las dos de la madrugada. Terminamos de buscar vuelos, alquiler de coche, hotel en Barcelona, un Decathlon para comprar unos aislantes y quizá unos sacos que sustituyan al hotel demasiado caro para lo que estamos acostumbrados desde hace más de un año. Hemos decidido volver con tanto ahínco que a pesar de nuestras cuentas monetarias decidimos perder el vuelo a Birmania ya comprado y el visado por el que volamos hace días a Vientian. Volver a Europa, España probablemente. Lo que nos llega de información sobre Birmania no nos gusta. Represión, encarcelamientos, esperábamos con una cierta ilusión entrar en Birmania después de las elecciones en que Aung San Suu Kyi salió vencedora. No me atrevo a opinar, me falta información, pero las cosas no están tan claras respecto al cambio en Birmania como nos parecía. De momento, la ilusión ha disminuido. Por otra parte, parece que la nueva demanda de turismo mayor que la oferta está llevando a los birmanos a dar los primeros pasos para convertirse en perseguidores y sacadólares de turistas, algo comprensible por otra parte dada la historia y la situación de esta población. Vamos, que entre lo anterior y la saturación de templos, pagodas, estupas, selva, arroz... no nos queda más remedio, al menos a mí, hablaré en singular, que reconocerme española en cuanto a hábitos gastronómicos, europea en cuanto a cultura y occidental en cuanto a costumbres cotidianas. Dicho lo anterior, la contradicción viene de que me siento, ahora en tierra de nadiel, ya lo he dicho, pero cotidianamente como eso que suena por ahí, quizá algo cargado de pedantería que es ser ciudadana del mundo. No, me corrijo, de ciudadana nada, habitante de este planeta en el que he caído (por cierto que últimamente me acuerdo bastante de mi madre, esta mañana sin ir más lejos, en el aeropuerto, hacia la puerta de embarque, caminaba delante de mí una anciana thai pequeñita, con una corta melena como la que tenía mi madre y una forma de andar igualita, apoyándose en uno y otro pie mientras su cuerpo se balanceaba ligeramente; una pequeña intriga esto de los sentimientos hacia mi madre antes y después de su muerte), decía que habitante de este planeta en el que ya veo los rostros de mujeres y hombres pertenecientes a otras razas como los de los europeos, en el que cruzo con la misma normalidad una calle con el semáforo en verde que otra atestada de motos y coches que tengo que sortear, en el que me apetece la comida y la bebida del país en el que estoy (ya, ya sé, más contradicción al canto), sea Camboya o el avión finlandés en el que volamos ahora y en el que me he bebido dos vasos de red wine que me han sabido a gloria después de algo más de un año de cerveza o lemon juice, bien rico por otra parte. Me estoy oliendo que lo de los dos vasos y medio de vino tiene que ver con esta soltura con la que escribo. De hecho tengo que releer porque ya no recuerdo de qué hablaba en un principio.
Bien, pues eso, que volvemos y me encuentro en tierra de nadie que viene a ser los mismo que en tierra de todo. Ningún proyecto de visitar un lugar más o menos concreto, ni de viajar por..., ni tampoco de volver a casa, a El Chorrillo, con mis Bartola y Peluca y mi Gazucha.
Vuelo hacia Barcelona sólo con mi bagaje de lecturas, Quiroga esperando, Trías y Haydn, las religiones orientales, Montaigne casi olvidado últimamente, etc. etc. y... nada más. Ni idea de qué haremos en los próximos días ni en el próximo año.
Las fotos de hoy son pinturas de aborígenes australianos en las que reproducen, a través de la personalidad propia de cada uno, los caminos trazados mediante historias cantadas por sus ancestros y los círculos que daban el nombre a cada clan, los lugares sagrados de origen de sus antepasados, las relaciones entre parientes o entre clanes distintos.
Al fin y al cabo otra forma de viajar.