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Dar es Salaam, 24 de agosto
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Dar es Salaam, remanso de paz, en árabe. Tal vez. Yo me siento en paz en esta ciudad, me gusta, estoy tranquila, a gusto; puede que a finales del siglo XIX, cuando fue fundada por los árabes fuera un refugio de paz, un lugar quizás paradisíaco, ahora es una ciudad cosmopolita, mezcla de árabes, indios, chinos, negros; ruidosa, polvorienta; desde el amanecer las bocinas de los coches, los motores se unen a las voces del gentío, al canto del muecin. Paradojas. Por la noche se escucha la voz y la guitarra de un hombre sentado en el bordillo frente a la puerta de nuestro hotel.
Esta mañana, en el Museo Nacional había un numeroso grupo de chavales con sus profes. Mi cuerpo se emocionaba viéndoles; una atención admirable, escuchando, yendo de un lado para otro a tomar unas notas, comentar una fotografía, observar despacio los objetos de una vitrina; no había necesidad de llamarles al orden, deambulaban por las salas satisfaciendo su curiosidad. Las carreteras de Tanzania están llenas de estudiantes que regresan caminando hasta sus casas después de terminar su jornada en la escuela primaria o en la secundaria. Es una buena inversión que falta en otros países del continente; invertir en el futuro; se les ve tan interesados, tan formales a la vez que alegres, tan ávidos de conocimiento que a través de ellos se percibe una posibilidad de avance, de solución a los problemas del país. Siento pena por el ambiente en que se mueven mis alumnos, no por el que viven los estudiantes de Tanzania, casi diría que son afortunados al conocer el esfuerzo, las dificultades. Nuestros chicos, que habitan un primer mundo repleto de posibilidades tienen, sin embargo, complicado este aprendizaje de la vida, les ponemos todo tipo de obstáculos, les impedimos que aprendan lo fundamental con un exceso de cuidados, de protección y una carencia de límites y responsabilidades. Justo lo contrario que vive, por ejemplo, el adolescente que vendía plátanos entre los autobuses con el uniforme del colegio aún puesto.
Esta mañana, en el Museo Nacional había un numeroso grupo de chavales con sus profes. Mi cuerpo se emocionaba viéndoles; una atención admirable, escuchando, yendo de un lado para otro a tomar unas notas, comentar una fotografía, observar despacio los objetos de una vitrina; no había necesidad de llamarles al orden, deambulaban por las salas satisfaciendo su curiosidad. Las carreteras de Tanzania están llenas de estudiantes que regresan caminando hasta sus casas después de terminar su jornada en la escuela primaria o en la secundaria. Es una buena inversión que falta en otros países del continente; invertir en el futuro; se les ve tan interesados, tan formales a la vez que alegres, tan ávidos de conocimiento que a través de ellos se percibe una posibilidad de avance, de solución a los problemas del país. Siento pena por el ambiente en que se mueven mis alumnos, no por el que viven los estudiantes de Tanzania, casi diría que son afortunados al conocer el esfuerzo, las dificultades. Nuestros chicos, que habitan un primer mundo repleto de posibilidades tienen, sin embargo, complicado este aprendizaje de la vida, les ponemos todo tipo de obstáculos, les impedimos que aprendan lo fundamental con un exceso de cuidados, de protección y una carencia de límites y responsabilidades. Justo lo contrario que vive, por ejemplo, el adolescente que vendía plátanos entre los autobuses con el uniforme del colegio aún puesto.
Se me acaba el viaje. En una semana estaré en el aeropuerto de Johannesburgo camino de casa. Melancolía. Me quedaría aquí, en Dar, hasta que el cuerpo me pidiera movimiento y entonces volvería al ajetreo de los autobuses. Pero no puedo. Sin embargo, tengo también ganas de estar sola en casa, de volver al cine, de asistir a un concierto, de pasear por Madrid.
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