Ayer viví un momento casi divertido cuando el médico me quitó la venda. Yo estaba pendiente de lo que iba a ver mientras capa tras capa el vendaje desaparecía y mi pie volvía a ser pequeño. Cuando quedó al descubierto no lo reconocí. Mi dedo pulgar era precioso, recto, elegante, el lateral suave, sin accidentes geográficos de ningún tipo, pero… el resto más bien parecía el pie de la novia de Frankestein. Dos líneas de grapas surcaban mi lindo piececito desde la mitad del empeine hasta el inicio de los dedos. Todo un pellizco de carne sujeto en sentido longitudinal como si la grapadora hubiera agarrado como dios le diera a entender las orillas de las rajas por las que me habían serrado el hueso y sujetado los tendones. El médico, a todo esto, extasiado, enamorado de su obra. Los traumatólogos son los médicos más narcisistas que conozco. Yo, si hubiera sido médico, por otra parte, habría sido traumatólogo; es como un juego, como una actividad de bricolage, la sierra por aquí, la grapadora por el otro lado, vamos a medir el ángulo para que el dedo no se tuerza en dirección contraria, aprieta bien los tornillos, no se vayan a desviar, acércame la lima, ahora la lija para que quede más suavecito, ¿y si le damos una capa de pintura?...
Hoy sigo en el sofá con la pierna estirada, de manera que le tengo enfrente, a mi pie, digo; de vez en cuando le hago una caricia o le doy calorcito para que se calme; tengo todo el tiempo del mundo, nunca hubiera dama tan bien servida. Me rodean Tournier, Gracq, la historia de la literatura de Francisco Rico, los poemas de Rosa Romojaro, las pelis de Ford y música y más música. Esta tarde le tocó a Artie Shaw, su clarinete y su orquesta, una de las primeras big band blancas, aunque Billie Holliday y algunos otros músicos negros cantaban o tocaban en ella, por supuesto entrando por la puerta de atrás. Vergüenza. Ignorancia.
Aquí está Artie Shaw en un fragmento de la película Al fin solos, con Fred Astaire y Paulette Godard.
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