Le pareció que el sol iluminaba su habitación con una fuerza fuera de lo habitual, casi con violencia. Hizo un esfuerzo y se levantó. Tenía que ir al baño. Sus manos se aferraron a la silla que había junto a la cama, después a la mesa, al marco de la puerta. Salió al pasillo. La luz comenzaba a disminuir. Apoyándose en la pared se dirigió hacia el vestíbulo. Las tonalidades negras de los muebles, la mesa estilo español situada en el lateral del recibidor, las jamugas, iban tomando un matiz castaño cada vez más claro. Cuando llegó junto a la puerta de la calle experimentó una sensación de levedad, no se trataba de esa pesadez propia del mareo, era como si parte de su cuerpo se fuera diluyendo, o quizá, algo se precipitara hacia fuera ¿el qué? ¿hacia fuera de dónde? No era capaz de pensar, sólo de sentir cómo su cuerpo se iba haciendo más débil, más inaprensible, más liviano. Agarrada a la mesa, aunque a ella le pareció que simplemente la rozaba con su mano, giró hacia el cuarto de baño. Anduvo unos pasos más y ya dentro, junto al lavabo se dejó resbalar hasta el suelo. El pequeño armario que contenía los vasos de los cepillos de dientes de cada miembro de la familia y que su padre había pintado con motivos alusivos a algún rasgo personal o afición de sus dueños ya no era verde, tampoco tenía una forma determinada, no se movía como le pareció en un primer momento, más bien mantenía un ligero temblor. No tenía voz, no podía llamar a nadie pero tampoco le importaba. Tirada en el suelo se dejó llevar por una extraña sensación de tranquilidad, de dulzura y suavidad. No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que su padre -eso lo supo más tarde- la llevó de nuevo al dormitorio. Poco a poco, ya en su cama, fue distinguiendo todo aquello que componía su habitación de adolescente, de los años anteriores a su partida de casa de sus padres, el escritorio sobre el que la esperaban los apuntes y los libros que días antes se había traído de Madrid con la intención de poder preparar los exámenes, el viejo armario puesto un poquito al día con una nueva capa de pintura, la estantería con los libros de su infancia y su adolescencia. No le produjo ninguna alegría el sentir de nuevo su cuerpo, retornar a la certeza de estar viva. La levedad, el sosiego, la calma en la que había permanecido hasta ese momento se manifestaban ante ella como el cortejo de su propia muerte, una muerte sin tristeza, sin dolor, una muerte diáfanamente unida a la vida, tanto era así que no le habría importado morir en aquel instante.
9 de febrero de 2012
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