En ocasiones parece que el tiempo se escapa de las manos, no velozmente, sino lento, pesado, como una antigua locomotora, herrumbrosa, jadeante que parece no poder avanzar más, y, sin embargo, continúa andando y alejándose terca y obstinada.
La melancolía tiene un puntito agradable. Hay un silencio enorme, sólo los pájaros lo interrumpen; la luz difusa, la temperatura confortan. Vivimos en un país perfecto, además de maravilloso en su paisaje, el clima es como nosotros; nos acompaña con su frío, su calor, su apacibilidad como la de hoy; me identifico con el frío del invierno, me gusta sentir el aire en la piel, y del mismo modo con el calor, las gotas de sudor me recuerdan mis caminatas por la montaña percibiendo la energía de mis piernas y otro sudor humedeciendo mi cara, imagen del esfuerzo por impregnarme de vida.
Muerte en Venecia es una extraordinaria representación de lo que digo, la humedad de las calles, la luz cálida de la terraza del hotel frente a la brillantez de la playa y, sobre todo la escena final, el rostro de Bogarde en el que se mezclan la tristeza, la melancolía, la pasión por la belleza que le llega a través de la figura de Tadzio al fondo, junto al mar posando para él como una estatua griega. Su rostro surcado por los hilos negros del tinte con el que intentaba ocultar la decrepitud que formaba parte indisoluble de su vida, como la de la ciudad, una pasión antítesis de la vida rutinaria y superficial de los habitantes del hotel, ridiculizados agresivamente por los músicos callejeros del pueblo. Choque entre la enfermiza elegancia de unos y la violenta tosquedad de los otros.
A veces me duermo con el arrullo de la melancolía, en el calorcito de lo ya alcanzado, y los retos se convierten en una repetición superficial de lo ya vivido. “...la plenitud del hombre rebelde a toda limitación” dice Rómulo Gallegos en Doña Bárbara. A veces me detengo en el rellano de la escalera y monto en él mi habitáculo. Los escalones siguientes desaparecen de mi vista. Y, sin embargo, es preciso subir para seguir viviendo.
La expresión de Juliette Binoch al final de El paciente inglés es la de esto es lo que hay; pero sonríe, sonríe después de un drama en el que la vida íntima, el amor y la muerte es lo único que tiene sentido. La historia se sitúa durante la segunda guerra mundial, los acontecimientos son los que marcan el drama pero el fondo es común a cualquier época y circunstancia. Es triste y bello a la vez.
La vida no tiene una definición, un significado inequívoco e inmutable. De hecho, no existe hasta que no vamos viviéndola, se crea a la vez. Lo contrario es deslizarse por el tobogán, con todos los obstáculos que puedan surgir, pero encajados entre los dos barandillas laterales para evitar caer fuera del carril.
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