13 de julio de 2009

De aquí y de allá





Días de playa en Murcia. Calas pequeñas casi vacías, ramblas embellecidas por las adelfas, montes con olor a romero, el mar rompiendo contra los acantilados; por supuesto al sur de La Manga: Calblanque, Cabo Tiñoso, Calnegre. Pereza de escribir, pereza de fotografiar. Sí el gusto por caminar aunque me tuve que conformar con una sola vez, mi pie no se portó. En Mazarrón Paula, veinte días de vida, menudita y morenita, culpable de esta suerte de descubrimiento de una de las costas más bellas de España.






Código desconocido, Haneke. Observarnos a nosotros mismos desde el otro lado de la pantalla, la vida de todos los días. No pasa nada excepcional, ni siquiera hay historia que contar, viajo en el metro (la mejor escena de la película), compro en el super, trabajo, ceno con los amigos, discuto con mi chico, me enfado, me reconcilio…


Soy yo, y soy también cualquiera de esos viajeros del metro que no levantan la vista, que se hacen los sordos ante el grosero acoso de un chulo a una mujer que viaja en el mismo vagón, y en mi recorrido por la ciudad me cruzo con otras personas que rozan mi vida y a las que olvido al instante: una mendiga rumana, un chaval senegalés que la defiende de otro chulito en ciernes… Escenas cortadas bruscamente que, como bofetadas, me arrojan ante el espejo en el que unos personajes ligados entre ellos durante breves instantes, me enfrentan con el aislamiento, la dificultad para comunicarnos, la máscara con la que tantas veces nos presentamos ante los demás, la soledad. Todos son imprescindibles: el fotógrafo de guerra y su dificultad para conjugar los dos mundos tan diferentes en los que vive, la actriz, el padre solitario, los niños sordomudos hilos conductores desde el principio al final de la película; impresionante el ruido de los tambores escoltando las últimas escenas.



El absurdo más absurdo en También los enanos empezaron pequeños, Herzog. Rebelión sin principio ni fin. Un sinsentido. La risa de Hombre chirriándote en el oído. Sensación de claustrofobia en el paisaje abierto e iluminado. Repugnancia ante el ser humano. Terrible.

27 de junio de 2009

Nostalgia


Ella recuerda las manos de él, regordetas, cautivadoramente suaves, como sus dedos, con las uñas siempre inmaculadas. Manos que le acarician levemente el rostro separándole el pelo de la cara, delicadamente. Manos que acarician las suyas, su brazo, arriba y abajo como si quisiera sacarle brillo o, quizás, llevarse en sus dedos la textura y el calor de su piel para guardarlos cuando él no sea capaz de seguir luchando.
Las manos frías de un día de invierno en el camino de los olivos.




24 de mayo de 2009

Olor




Tengo un olfato muy poco desarrollado. A primera vista puede parecer que tiene sus ventajas, pero es una opinión ésta ciertamente vulgar. Jean Baptiste Grenouille, el personaje de El perfume, por ejemplo. Convierte su vida en un arte, un arte personal que, por encima de consideraciones éticas o morales, le lleva a una existencia plena, interesante y, lo más importante, construida por su propia mente y sus propias manos.
No es fácil perfeccionar el olfato en una sociedad tan limpia e inmaculada como la nuestra. Los ambientadores han unificado el olor de las viviendas, de los automóviles; las campanas de las cocinas evitan el olor de la grasa; es difícil recuperar el olor de los pueblos, el estiércol, los orines de las bestias; las ratas ya no mueren en las casas. En realidad casi nadie, salvo algún pájaro, muere en casa. Tampoco nosotros. Nos llevan a asépticas habitaciones de hospital donde sólo huele a indiferencia.
A, que por cierto murió sin disfrutar de su olfato, se quejaba insolente y estúpidamente del olor a cebolla que desprendía mi ropa un día en que apareció por casa y me encontró cocinando unos apetitosos calamares encebollados.
Ya no desprendemos olores más que en la más pura intimidad. O al menos eso intentamos, no queremos llamar la atención ni presentarnos como unos bichos raros que se salen de las normas del buen gusto. En realidad hemos perdido irremisiblemente la posibilidad de complacerse en ese olor que conforma la propia peculiaridad de nuestros cuerpos. Aquello que nos iguala a todos. Pero también el que nos diferencia. Últimamente B había cambiado de olor, era un olor más penetrante. Recuerdo el olor metálico de C. ¿Por qué esa característica del metal asociada a ese olor? Es claro que esa diferencia de olor entre C y B es parte de su propia consistencia humana, de su idiosincrasia, de su personalidad más oculta y más íntima.
¿Realmente el olor de una persona refleja su interior? Se concentró, tomó aire y comenzó a oler. Si así fuera quizás podría encontrar a esa persona cuya magia pudiera llegar a formar parte de ella misma.



23 de mayo de 2009

Esta es una plaza


La pasada semana me di una vuelta por Esta es una plaza. Allí me encontré con un huerto en pleno crecimiento, un teatrillo, árboles, hamacas, un puesto de trueque y un grupo de jóvenes quitando piedras y preparando el terreno para terminar de convertir un solar abandonado en un lugar abierto a todo el que quisiera disfrutarlo. No había ido nunca, sólo lo conocía por fotos a través de Escrito en la pared y la propia página de esta gente de todas las edades que estaban trabajando para conseguir un punto de naturaleza, verdor y convivencia en el barrio de Lavapiés. De un día para otro, sin avisar, las máquinas (Ayuntamiento, Comunidad?) han arrasado todo. Quizá una elección entre facilidad para aparcar o disfrute y convivencia vecinal, quizá un regalo a una empresa constructora que así se ahorre la contratación de un espacio para amontonar material. Me da pena que una asociación de vecinos heredera, al menos teóricamente, de otras que lucharon durante años, en situaciones mucho más difíciles, por la convivencia en los barrios haya colaborado directamente en la desaparición de Esta es una plaza. Aquí hay algunas fotos del antes y después del trabajo de las máquinas.
Más en la página Esta es una plaza.







18 de mayo de 2009

Mi casa...




Para Lucía y Quique

Llevo más de dos meses sin apenas salir de casa, culpa de mi pie que aún no trabaja como debería. Lo que me molesta es la dependencia que me crea la situación, no el estar en casa. Mi casa forma parte de mí, y yo formo parte de ella. Cada habitación, cada rincón, cada detalle tiene su historia, su imagen, su vida pasada recreada en el presente. Nuestra casa la hemos hecho entre todos, entre los cinco; físicamente añadiendo tabiques, abriendo ventanas y puertas, poniendo suelos, construyendo muebles, decorando las paredes con nuestras pinturas y fotografías; espiritualmente compartiendo alegrías y problemas y viviendo soledades melancólicas o dolorosas; cuando una casa cambia y lo hace bajo la mano directa de sus habitantes, se crea una relación muy cercana entre ambos.

Mi casa está llena de vida, aún quedan en las paredes del taller restos de las frases escritas por Mario; en el pasillo, un tríptico fotográfico hecho por Guillermo muestra el momento en que cada uno posó, con expresiones de sorpresa ante la magnitud de sus pertenencias, el día en que vaciamos los cajones que, bajo las camas, sirvieron para guardar todo lo que al marcharse de casa no habían podido llevar consigo.


Esta es nuestra cuarta casa desde que vivimos juntos. Las casas pierden su vida, mueren, cuando se vacían. El piano, la chimenea de hierro, los sillones de mimbre, los juguetes, los libros… van arrancando a trocitos su existencia.

He pasado alguna vez delante de nuestras casas y he sentido algo de simpatía hacia lo que representaban pero no más. Existen sólo en el recuerdo, y en él están llenas. Las lámparas fabricadas con botellas de cerveza o cáscaras de coco de nuestra primera casa, en Madrid, la de los años rompedores con todo, los años de búsqueda de libertad, los años solidarios, una casa compartida con amigos y gente del barrio, ruidosa, casi nunca limpia, por cuyas habitaciones Guillermo aprendía a andar en medio de aquel alboroto de casa con una chichonera que evitaba un descalabro por los golpes que se daba cada dos por tres.

Nuestra casa de Gedrez. El piso superior de la escuela, la terraza que cerramos y en la que construimos una chimenea. Dos años difíciles, aprendiendo a convivir en una etapa en que esa dichosa búsqueda de la libertad ponía muchas dificultades, desasosiego, lágrimas, miedo. Llovía, el cielo permanecía encapotado durante meses. En el verano del segundo año nacieron Lucía y Mario; mis padres, los amigos fueron pasando por ella a lo largo del verano: vacaciones, un lugar ideal para pasar unos días. No aguantamos mucho, echábamos de menos Madrid, nos cansamos de tanta lluvia y regresamos.


Y de nuevo una casa-escuela en un pueblo de Madrid. La casa y el jardín eran un remanso de paz alejado del vivir cotidiano del pueblo. Fueron años de mucho viajar, en los fines de semana, en las vacaciones la cambiábamos por nuestra casa rodante: las playas, Europa, India, Egipto, Grecia, Israel, Turquía y por las caminatas: los paseos por España estudiando los cinco a los pájaros y a las flores, Alpes, Picos de Europa, la travesía de Pirineos de punta a punta. Aún viajábamos todos juntos, cuatro años después, ya en El Chorrillo, comenzaría la liberación de cada uno en la búsqueda de una vida independiente.



Estos recuerdos van para Lucía y Quique, que dejan su casa de Lavapiés con un poquito de pena y un mucho de ilusión; al fin y al cabo crear un entorno nuevo es bonito y divertido.






1 de mayo de 2009

Opiniones de un payaso


Anoche terminé la lectura de Opiniones de un payaso. Siempre lo he relacionado con mi padre, creo recordar que le gustaba especialmente. Yo lo leí hace muchos años y no recordaba nada en absoluto de su trama; lógico, porque apenas existe. Nada más pasar la última página lo que me queda es el retrato de un personaje tierno, sensible, sincero, decidido a continuar en la brecha y a vivir. Un enamorado de la vida que es capaz de asimilar sus penurias y, sin abandonarlas, tomar partido por la vida en un maravilloso final cinematográfico en el que le veía con toda claridad bajar las escaleras, dirigirse a la estación, sentarse en el tercer escalón, colocar su sombrero junto a él, poner el último cigarro en el sitio adecuado y rasguear su guitarra. No sólo lo veo, oigo sus pasos, las voces de los viajeros que celebran el Carnaval, el rumor de su sombrero al depositarlo sobre el escalón. Y si no fuera por mi casi ausencia del sentido del olfato podría percibir los olores de la estación como le sucede a él con los que exhalan sus conversadores telefónicos.
Después, cuando mi razón se pone a trabajar llego a lo que llamamos el fondo; en este caso el desprecio por una Iglesia que destruye la verdad que cimienta una religión, por la hipocresía, banalidad y vulgaridad de una clase social enriquecida y que ha adaptado los años del nazismo a su vida diaria mediante el silencio y la superficialidad.



Sin embargo hay mucho de ternura en su relación con la mayoría de estos personajes a los que pide ayuda para salir del agujero en que se encuentra, un agujero más existencial que económico; los humaniza a través de sus reflexiones, todos revelan incoherencia y de un descontento ante su vida personal.

Hermosa la visita del padre, debatiéndose ambos entre la defensa de la necesidad o del rigor y la comprensión o el afecto hacia el otro.

Y queda Marie. Presente en todo momento. Aparentemente representación no sólo de la pérdida de su amada, sino de la inevitable demostración de su idea del amor marcada por una religión y por unas pautas sociales que por otra parte rechaza. Aunque no es tan sencillo ¿el sentimiento de posesión no ya del cuerpo de Marie, sino de sus gestos, costumbres, actuaciones que antes recibía él y ahora recibe el católico marido, la acusación de adúltera, es la consecuencia de un influencia religiosa y social que subyace en él? ¿o es que pone por delante el compromiso personal fuera de toda norma? ¿Es la derrota en la lucha entre el respeto a la libertad de ella y su necesidad de posesión?


Lo que vive Hans Schnnier es lo que vivimos todos; nuestros propios problemas y nuestra particular pelea por dilucidar las nada nítidas fronteras entre lo que creemos ser y lo que nos viene dado. La entrega a la vida por encima de los palos que nos da. Quizá la vida sea la auténtica amada del payaso, no sólo de Hns Schnnier, sino de cualquier payaso, de ahí la magistral elección del personaje por parte de Böll.


22 de abril de 2009

Caminando por Asia





Hoy inauguro un nuevo blog: Caminando por Asia. En él recogeré lo que escribí hace unos años durante un viaje por China, Pakistán, India, Bangladesh, Nepal e Irán. Es una bonita manera de recordar y de dar forma física a estos apuntes.

14 de abril de 2009

Así me siento



“Sale de la mano del tiempo, el alma sencilla
indecisa y egoísta, malograda, tullida,
incapaz de seguir adelante o retirarse,
temiendo la cálida realidad, lo bueno ofrecido,
negando el importunar de la sangre,
…”
El tiempo pasa suavemente, sin molestar, cuando las cosas marchan, cuando la vida es sencilla y las únicas preocupaciones son las futilidades del día a día. De pronto el alma sale de la mano del tiempo, no le reconoce, no sabe si marcha deprisa o despacio, permanece en un espacio atemporal, sólo se siente a sí misma. Y se siente como en el poema de Eliot, mezcla de indecisión y de fortaleza, de un salir fuera de sí y de un agarrarse a lo cotidiano con la esperanza inconsciente de recuperar la tranquilidad, sin ver claro un camino flanqueado por el miedo, la debilidad, el desconocimiento que pueda conducir a lo que es en realidad la vida, esa cosa extraña que decía ayer Andrés Aberasturi en el poema dedicado a su hijo. Sí, es una cosa extraña la vida. Y la sangre empuja al alma conducida por el cuerpo, y éste se agarra a las funciones elementales: comer, dormir, y a las que rige la costumbre: intentar leer, escribir, mirar las hojas verdes del aligustre tras el cristal de la puerta de la habitación donde reposan el cuerpo y el alma esperando, esperando, incapaz de pensar, esperando palabras, hechos que la conduzcan de nuevo al tiempo, al tiempo suave, quizás al engaño de una tranquilidad a la que tiende como defensa, quizás, simplemente a otro momento, a otro espacio de la vida, peleando con esa perturbación de la sangre que la arrastra al miedo, a la angustia, a la zozobra, a la debilidad. Esperando, esperando.


6 de abril de 2009

Inocencia. La pesada carga del alma creciente



Anímula

“Brota de la mano de Dios, el alma sencilla”
a un liso mundo de luces cambiantes y ruido,
a lo luminoso, oscuro, seco o húmedo, helado o tibio;
moviéndose entre las patas de mesas y de sillas,
subiendo o cayendo, agarrándose a besos y juguetes,
avanzando osadamente, alarmándose de repente,
retirándose al rincón de brazo o rodilla,
empeñada en ser tranquilizada, complacida,
en la fragante brillantez del árbol de Navidad,
complacida en el viento, la luz del sol y el mar;
estudia los soleados arabescos del suelo
y los ciervos que corren en torno a una bandeja de plata;
confunde lo real y lo fantástico,
contenta con naipes y reyes y reinas,
lo que hacen las hadas y lo que dicen los criados.
La pesada carga del alma creciente
me desconcierta y me molesta más cada día;
semana tras semana, me molesta y desconcierta más
con los imperativos de “es y parece”
y debe y no debe, deseo y dominio.
El dolor de vivir y la droga de los sueños
enroscan a la pequeña alma en el asiento de junto a la ventana
detrás de la Enciclopedia Británica.
Sale de la mano del tiempo, el alma sencilla
indecisa y egoísta, malograda, tullida,
incapaz de seguir adelante o retirarse,
temiendo la cálida realidad, lo bueno ofrecido,
negando el importunar de la sangre,
sombra de sus propias sombras, espectro en su propia tiniebla,
dejando papeles desordenados en un cuarto polvoriento;
viviendo por primera vez en el silencio después del viático.

Rezad por Guitierrez, ávido de velocidad y fuerza,
por Boudin, estallado en pedazos,
por éste que hizo una gran fortuna,
y aquel que se fue por su lado.
Rezad por Floret, muerto por el podenco entre los tejos,
rezad por nosotros ahora y en la hora de nuestro nacimiento.

T.S.Eliot
Poemas de Ariel

21 de marzo de 2009

Tocarse los huevos



Tocarse los huevos puede ser un acto natural e imprescindible en un momento dado, en una urgencia, esté su dueño donde esté; puede ser un acto de rebelión, de insulto que yo estaría dispuesta a compartir, ante personajes que aparecen últimamente en la prensa; algunos hablando de lo que no saben ni tienen experiencia, haciendo un daño incalculable a las poblaciones más débiles y presentando sus palabras como una ley natural y de obligado cumplimiento para todo el planeta tanto si se es súbdito de ellos como si no, otros simplemente tratándonos como imbéciles mientras juegan al escondite o a policías y ladrones (dos de los juegos más divertidos de mi infancia). Pero la recurrencia o la gratuidad son otra cosa. Recuerdo a un antiguo compañero, de hace muchos años, que se los tocaba cada dos por tres, estuviera en clase, en el pasillo o en la sala de profesores; fuese por la reincidencia, por su aspecto físico, por sus características personales, muy lejos de mi aceptación y de mi gusto personal, el caso es que aquello me resultaba sumamente desagradable. Y no soy ni de lejos una puritana ni una tiquismiquis, es simplemente una cuestión de estética.

Todo ello viene a cuento de la representación en la Abadía de la obra de Shakespeare, Medida por medida. Esta mañana me encontré con un pequeño reportaje en el que se mostraban distintos momentos del espectáculo: actores recitando a ritmo de rap, magreos, gritos, atropellos sexuales y tocaduras de huevos es lo único que vi. No me niego a ver adaptaciones más o menos radicales de los clásicos, de hecho algunas me han gustado y mucho, pero opino que en muchas ocasiones se recurre en exceso y sin venir a cuento a supuestas modernidades que no aportan nada a la obra o que incluso la destrozan.

Pensé ir a ver Medida por medida en cuanto mi pie me dejara, pero se me quitaron las ganas. Si alguien lee este post y ha visto la puesta en escena de Carlos Aladro, agradecería su opinión; me queda la esperanza de que lo malo no sea ésta sino el reportaje de La Mandrágora.

15 de marzo de 2009

Como una reina


Ayer viví un momento casi divertido cuando el médico me quitó la venda. Yo estaba pendiente de lo que iba a ver mientras capa tras capa el vendaje desaparecía y mi pie volvía a ser pequeño. Cuando quedó al descubierto no lo reconocí. Mi dedo pulgar era precioso, recto, elegante, el lateral suave, sin accidentes geográficos de ningún tipo, pero… el resto más bien parecía el pie de la novia de Frankestein. Dos líneas de grapas surcaban mi lindo piececito desde la mitad del empeine hasta el inicio de los dedos. Todo un pellizco de carne sujeto en sentido longitudinal como si la grapadora hubiera agarrado como dios le diera a entender las orillas de las rajas por las que me habían serrado el hueso y sujetado los tendones. El médico, a todo esto, extasiado, enamorado de su obra. Los traumatólogos son los médicos más narcisistas que conozco. Yo, si hubiera sido médico, por otra parte, habría sido traumatólogo; es como un juego, como una actividad de bricolage, la sierra por aquí, la grapadora por el otro lado, vamos a medir el ángulo para que el dedo no se tuerza en dirección contraria, aprieta bien los tornillos, no se vayan a desviar, acércame la lima, ahora la lija para que quede más suavecito, ¿y si le damos una capa de pintura?...


Hoy sigo en el sofá con la pierna estirada, de manera que le tengo enfrente, a mi pie, digo; de vez en cuando le hago una caricia o le doy calorcito para que se calme; tengo todo el tiempo del mundo, nunca hubiera dama tan bien servida. Me rodean Tournier, Gracq, la historia de la literatura de Francisco Rico, los poemas de Rosa Romojaro, las pelis de Ford y música y más música. Esta tarde le tocó a Artie Shaw, su clarinete y su orquesta, una de las primeras big band blancas, aunque Billie Holliday y algunos otros músicos negros cantaban o tocaban en ella, por supuesto entrando por la puerta de atrás. Vergüenza. Ignorancia.


Aquí está Artie Shaw en un fragmento de la película Al fin solos, con Fred Astaire y Paulette Godard.



8 de marzo de 2009

El pony rojo y Donizzeti


Esta vez, el blog amigo de Joseph Rumbau no me dio las buenas noches; estaba yo, en ese momento, viendo El pony rojo, de Milestone. Fue esta mañana cuando, ya sentada en el sofá, con mi dolorido y frankesteiniano pie izquierdo sobre el cojín blandito y mórbido que Lucía y Quique me regalaron ayer, abrí el reader y me encontré con este delicioso y simpático fragmento de La hija del regimiento de Donizzeti. Nada que añadir al comentario de Joseph Rumbau.



Volviendo a El pony rojo. Comencé a verla con una cierta pereza, la recordaba vagamente como una de tantas películas vistas cuando era pequeña y mi interés estaba principalmente en la banda sonora de Aaron Copland. Fue una agradable sorpresa, y no sólo por el guión de Steinbeck, basado en su propio relato, y por la preciosa fotografía de Tony Gaudio. El tema principal de la película es la iniciación de Tom en la naturaleza de la vida, en la intimidad natural entre vida y muerte, pero como nos identificamos o nos acercamos instintivamente a aquellos personajes en los que hay algo de nosotros mismos o de lo que percibimos que puede haber en un futuro próximo, mi interés se centró instintivamente en otros aspectos de la película; hace muchos años mi personaje fue Tom, el niño protagonista, aunque entonces no fuera en absoluto consciente de su aprendizaje; anoche simplemente le miraba con simpatía mientras mi ternura respetuosa iba dirigida al abuelo. Un anciano que, después de haber vivido una vida difícil y aventurera, anda despistado sin encontrar su hueco en la familia. Cuando medio dormido se acerca al establo para ayudar a Billy Buck , se está integrando activamente, a través de las preocupaciones y sufrimientos de su nieto, en la vida del grupo familiar; una integración que no deja de tener su parte dolorosa al reconocer en voz alta el abuelo que la época del Oeste, su época, en la que vivía inmerso, ha desaparecido.Ciertamente, anoche, los otros personajes no me interesaban demasiado.



26 de febrero de 2009

Impacto. Un poema de Tsvietaieva





Valle de lágrimas,
amor terrestre.
Las manos: luz y sal.
Y los labios: sangre y alquitrán.

Del lado izquierdo del pecho
sintió la frente el trueno.
La frente contra la piedra
¿Quién te amó de esta manera?

¡Oh Dios con sus planes! ¡Dios con sus inventos!
Y: con la alondra, y: con la enredadera,
y: a puñados: fui arrojada por completo

con mis tranquilidades - y mis fierezas,
con mis arcoiris
mis furtivos acercamientos, mis balbuceos...

¡Vida querida!
¡Aún voraz!
Acuérdate de la herida
en el hombro derecho.

Gorjeo en la oscuridad...
¡Con las aves me despierto!
Mi aparición radiante
en tus anales

Marina Tsvietaieva
12 de junio de 1922


Canta Elena Frolova


8 de febrero de 2009

Leyendo a Tsvietaieva


A poco que nos descuidemos vivimos sin enterarnos de que vivimos.

Pasan los años y mirando hacia atrás sólo soy capaz de ver en medio de una nebulosa algunos objetos, algunas escenas, algunos rostros desvanecidos apenas destacándose sobre la niebla del pasado. Marina Tsvietaieva dice en su retrato de Natalia Goncharova, de la que un biógrafo afirmaba que “su vida es tan pobre en acontecimientos que ni siquiera sabes cuál mencionar, salvo las fechas de inauguración de sus exposiciones”, que los acontecimientos exteriores a uno mismo en realidad no existen, sólo toman vida cuando se convierten en acontecimientos interiores. Una vida plena, una vida llena de acontecimientos; son expresiones que no tienen relación por si mismas; si esos acontecimientos son exteriores a uno, por grandes que sean objetivamente no sólo no tienen importancia sino que pierden su existencia; la vida es plena cuando los acontecimientos exteriores se han incrustado, asimilado a nuestra vida interior, se han convertido en acontecimientos interiores.

“Confieso que he vivido”. La frase de Neruda me persiguió durante muchos años; yo quería tener esa sensación cuando llegara el momento de la muerte. ¿Acontecimientos externos? No son los viajes los que me permitirán sentir esa plenitud al final de mi existencia, ni las relaciones y amistades rompedoras con el buen criterio social, ni mis años de dedicación a la enseñanza, tampoco las decisiones, a veces algo peculiares, en la educación de mis hijos. Es el camino puramente interior que esos hechos han trazado al incorporarse a mí y plasmarse en la presencia permanente del deseo claro y obstinado de dirigir mi propia vida, en el proceso de creación interna de esa vida.




Hay personas, como Goncharova, que crean obras que traspasan lo íntimo, que salen a la luz y que se convierten en creaciones que a su vez inciden en la vida de los otros como esos acontecimientos externos que, en unos casos serán apropiados por el espectador, el lector o el oyente penetrando en su ser, asimilándose a su intimidad, formando parte de su camino mientras que en otros quedarán simplemente como una bella o interesante anécdota hallada en el trayecto. No soy una persona creadora en ninguna de las artes a las que podemos acercarnos todos, me falta imaginación, tal vez sensibilidad o quizá la capacidad de exteriorizarla, pero cuando me paro y miro hacia atrás, hacia esa nebulosa que envuelve las imágenes del pasado sí me reconozco artífice (en su significado de creador, no de técnico ni constructor) de mi vida interior que a su vez puede reflejarse, poco o mucho, da igual, en lo que puede ser considerado como acontecimiento externo.

Los creadores considerados habitualmente artistas no reciben a las musas cuando amanece o cuando se toman un café después de comer, trabajan para preparar su llegada y para estar bien despiertos en el momento en que éstas atiendan su llamada. En eso nos parecemos nosotros, modestos creadores, en el esfuerzo por ese estar despiertos, atentos a recibir lo que sucede a nuestro alrededor para, en una conversación silenciosa (o no) con nosotros mismos, escuchando lo que nos pide el cuerpo, sintiendo el dolor, el vértigo, el deseo, intentar darle forma al barro, componer la música, trazar las líneas adecuadas para convertir nuestra vida en una pequeña obra de arte. El que lo consigamos o no lo iremos percibiendo día a día, o de vez en cuando, quizá lo sabremos al final, pero no habrá ningún crítico que pueda decidir si el trayecto de nuestra vida ha sido o no una obra de arte. Porque esa creación no se plasma en un objeto, sea libro, partitura o lienzo, sólo lo hará en otras vidas y éstas lo transformaran en un ingrediente de la suya propia o simplemente figurará como un recuerdo, un acontecimiento externo.