Dice Rafael Argullol en su libro Visión desde el fondo del mar que “somos capaces de vivir decenas de ciudades en cada ciudad. Sin embargo habréis observado hasta qué punto nosotros somos un reflejo fiel de esas múltiples ciudades, pues, de hecho, las amamos o maltratamos de acuerdo con nuestro propio amor u odio”
Cierto. Podría decir, por ejemplo, que sólo he estado en París una vez. En las otras ocasiones París era el escenario de experiencias, vivencias que tenían mayor fuerza que la propia ciudad.
Viajé a Ginebra en 2003. En principio era un lugar puente entre mi travesía por los Alpes y un viaje a Méjico. Había pasado veinte días con Alberto acompañándole en su recorrido completo de la cordillera desde Niza hasta Eslovenia. Yo venía de Pirineos, una semana de caminar por la zona de Aigüestortes con un amigo. Nos encontramos en Larche, en los Alpes de la Alta Provenza, y nos separamos en Alagna Valsesia, al pie del Monte Rosa. La niebla nos había acompañado en ese último día. Dormimos en un albergue que más parecía una residencia de ancianos convertida en hotel, pero teníamos una habitación con mucha luz, limpia y con ducha. Me encontraba emocionada por la doble despedida, la suya y la de la montaña y algo inquieta ante mi viaje. Al día siguiente él retomó su camino y yo cogí un autobús a algún pueblo por donde pasaba el tren a Milán para partir, dos días después, a Ginebra y desde allí a Méjico.
Habíamos compartido las veinticuatro horas durante veinte días extraordinariamente bellos. En mi cuaderno de notas escribí: estoy sola. Algo de nerviosismo, otro poco de inseguridad, bastante de exaltación, y una gran dosis de felicidad que me transmitía un cuerpo que había disfrutado del esfuerzo, del sudor, de la fuerza de mis piernas, de la posibilidad de sentirlo al completo, un cuerpo curtido durante casi un mes de caminar sin interrupción como las cabras; eso era yo en aquel momento.
Mi estancia en Ginebra está teñida de un sentimiento de soledad. Soledad frente a cosmopolitismo. Me sentía feliz sentada en una terraza del Quai du Mont Blanc delante de una cerveza. El aislamiento propio de la montaña había dado paso a un hervidero de rostros, de actitudes, de sonidos, de música. Paseé por la ciudad, me compré dos libros para el viaje y los primeros días en Méjico: Elsa Morente y Almudena Grandes, en el Marché aux Puces husmeé en una caja repleta de gafas de sol y conseguí unas por un par de euros, comí en un tailandés muy barato donde me clavaron por el café, escribí a mi otro chico, aquel que me llamaba pequeño saltamontes, y cobijada en la habitación del hotel escuché música y estuve tranquila conmigo misma. Ginebra no es la ciudad de los museos, el Jet d'eau, los edificios históricos y políticos, es el disfrute de la soledad en medio del gentío y el contacto, la comunicación con mi persona.
2 comentarios:
Entiendo esa sensación de después de haberle dado al cuerpo tanta fatiga consentida. Todo se abre en una terraza con una cerveza. Hasta la vida coincide con uno. Escribes de cine.
Un beso
Me gusta eso de que "hasta la vida coincide con uno". Y gracias por el piropo, me halaga, y más viniendo de ti.
Un beso
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