El
objeto toma nuevos atributos. Chejov: El cenicero. Todas las
posibilidades se centran en el objeto. Algo similar a mi bombilla.
¿Qué
es lo que pensé en aquel momento? Cualquiera sabe, hace años que
anoté esta idea para un posible cuento. ¿Qué relación tendría
ese día con una bombilla? ¡Vaya usted a saber! Miro mi bombilla, la
del flexo que alumbra mi mesa de trabajo y percibo que se me pone
cara de pasmada.
Una
bombilla... es cierto que me acompaña durante tardes y noches
pero... También hay sobre mi mesa un cenicero. Un cenicero de
cerámica con un dibujo blanco y negro que quiere representar una
flor. Paula me lo regaló; un par de años después, cuando celebré
mi cumpleaños con ella, en El Berrueco, me obsequió con una vela en
forma de barco de papel, una tableta de chocolate del de verdad y un
paquete de sobres de una infusión relajante junto con otro cenicero.
El caso es que Paula no sólo no fuma sino que incluso siente un
cierto odio por el tabaco.
Durante
este invierno y lo que llevamos de primavera paso mucho tiempo sola.
Me acompañan mis cuatro gatos y mis dos perros... y supongo que
también mis objetos cotidianos. Forman parte de mis días, de mis
acciones casi maquinales, mis zapatillas en el momento de meter mis
pies en ellas cuando me levanto, la vela con olor de mandarina que
enciendo cuando me acuesto para que me ayude a dormir, cualquier
objeto de la cocina utilizado en domingo porque ese día que no
cocino la comida se convierte también en algo irreflexivo, el cojín
del sofá en el que me recuesto a leer después de comer o la mesa
del cuarto de estar que aguanta mis piernas cada noche mientras veo
la película o la ópera de turno. Si una dedica un rato a la
estúpida recopilación de esos objetos a los que se arrima, roza o
utiliza a lo largo del día podría seguir con una interminable lista
para acabar concluyendo que se le ha ido la tarde en escribir cuatro
pamplinas sin sentido y que otra cosa es que hubiera recogido con más
inteligencia la anécdota de Chejov y hubiera escrito un cuento con
la bombilla como protagonista, claro que para eso las zapatillas, la
vela, el cacharro de cocina, el cojín y la mesa tendrían que haber
tomado nuevos atributos que en esta extensísima coyuntura de
sequedad creativa e imaginativa, una no sabe atribuirles.
Otra
cosa sería haber retomado, en lugar de las referidas a Chejov, estas
otras líneas copiadas, también hace años, de un blog:
“La
vida es como una estatua, uno no puede limitarse a verla sólo desde
un sólo frente, hay que girar en torno a ella y observarla desde
todas las perspectivas posibles, cara a cara; para eso es nuestra,
toda nuestra. La vida, labor esencial de nuestras manos y nuestros
empeños, debe de ser nuestra obra de arte más allá del dolor, por
encima del paso del tiempo que no perdona, hasta el momento último.”
Pero
estas son más peligrosas después de haber dormido cuatro horas y
levantarme sin apenas ganas de hacer nada. En esas circunstancias una
no está para moverse alrededor de su vida, escudriñarla, trabajarla
etc. etc. y encima tratar de que sea una obra de arte. Es mucho más
fácil meter distraídamente los pies en la zapatillas tras esas
cuatro horas, meterse en el cuerpo un salteado de patatas congelado y
reposar los pies en la mesa mientras escucha una pieza de piano de
César Franck que es el primer CD que, automáticamente, ha cogido de
la estantería. Además la vida no es como una estatua, qué caray,
la vida es cualquier cosa menos una estatua, se mueve a su antojo y
cuesta lo suyo encontrarla y hacerla parar un poquito a ver si
conseguimos aclararnos con ella; y además tampoco es tan nuestra,
que a veces somos de ella; y además una está, ya lo he dicho,
coyuntura de sequedad creativa e imaginativa
y lo de la obra de arte alcanza el tamaño del Everest; y además no
es el momento de hablar del maldito dolor.
Jo!
lo que da de sí un cenicero. A ver si encuentro otro cacharro que
quiera que le fotografíe, que ya está bien de usar las fotos del
pasado.
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