En 1975 yo era un mar de dudas sobre el
conocimiento de mi verdadera personalidad, sobre mi capacidad para
elegir en libertad y luchaba y luchaba para desprenderme y superar
más de veinte años de sumisión y entrar en una nueva vida, una
vida mía por encima de tantos prejuicios y tanta tutela que habían
mermado mis aptitudes para analizar y decidir cómo quería realmente
vivir y qué era en verdad significativo, lo que merecía la pena
desde mi propia visión del mundo y de mis circunstancias más
cercanas.
En diciembre de ese año Alberto y yo
cargamos nuestros macutos y emprendimos un viaje por Las Hurdes en
autoestop y a pie a partir de Plasencia a dónde llegamos en tren.
Aquí transcribo parte de mi crónica de aquel viaje con la principal
intención de iniciar, aunque quizá esto no tenga continuación, la
recuperación de mi pasado viajero del que he aprendido tanto.
Parte de aquellas Hurdes estaban más
cerca del documental de Buñuel, Tierra sin pan que, por
supuesto, de la actualidad. Esta visión, Franco acababa de morir,
pertenece a los años de la dictadura, el abandono en el que había
estado durante el Régimen se mantenía.
21 de diciembre de 1975
Salimos de Madrid con dirección a Las
Hurdes. Después de unos días en que me encontraba muy cansada y los
problemas se agrandaban, la necesidad de marchar de la ciudad para
leer, descansar, pensar y aprender a ver más objetivamente estos
problemas era fuerte.
Un R4 nos recoge a la salida de
Plasencia. Al fondo, entre la neblina, aparece la Sierra de Gata; a
la derecha la Sierra de Béjar muestra sus colores de atardecer:
pardos, azulados, dorados, algunos blancos modelados por la nieve. El
coche nos deja en Aldeanueva del Camino. Los niños juegan al
escondite en la plaza, no me importaría dar clase en un pueblo como
éste. Mi pereza puede conmigo y en lugar de dormir bajo la luna
alquilamos una habitación en uno de los bares.
Guijo de Granadilla. Charlamos un rato
con un zapatero que lleva cincuenta años “metiendo la mano donde
todo el mundo deja el sudor”. Los viejos toman el sol y al
atardecer juegan la partida. Parecen más satisfechos que los que
viven en la ciudad, están en el lugar al que han pertenecido toda la
vida rodeados de sus amigos y de sus enemigos, y del recuerdo.
Mohedas. Un pueblo de casas blancas,
calles estrechas unas empedradas y otras embarradas. En el bar nos
miran un poco como bichos raros. Una anciana con mirada pícara nos
dice: ¿Qué os traéis entre manos? El maestro se acerca a charlar
con nosotros. Está deseoso de que sepamos que le han publicado en
algún periódico varios artículos sobre la evolución del pueblo
desde que él llegó. Se siente orgulloso de su labor pero... “La
memoria y los conocimientos son la base de la cultura. La vida debe
girar en torno al dinero. El dinero lo es todo. Olvídate de tus
ideas y vive para ti, dentro de unos años pensarás como yo”.
Muchos de los chicos del pueblo se han
marchado a trabajar a la ciudad. Las cátedras de Sección Femenina
siguen viniendo de vez en cuando a dar cursos de cocina, bordados...
En el bar todos son hombres.
Por la mañana intentamos inútilmente
que la encargada de la boticamerceríatiendadealimentación nos
entienda que queremos Desenfriol.
Una anciana nos invita a bollos en la
puerta de su casa:
¡Venga! Que ya se ha muerto
Franco y nos los podemos comer con libertad.
Es la primera persona a la que oímos
expresarse así. Nos ofrece una cama “siempre que estéis casados”.
Fotos de calles, casas, viejos, niños
que salen sin mocos porque su madre se los limpia “para que queden
bien en la foto”.
Somos observadores, meros turistas que
curioseamos en medio del atraso de estos pueblos.
Casar de Palomero. En la plaza hay un
estanco donde dan comidas. Todo muy cuco. Sonrisas hipócritas y
conversación insulsa con la dueña. Palo a la hora de pagar. Como si
estuviéramos en el centro de Madrid. Gente ricachona de un pueblo
humilde que quiere engañar a los forasteros, así que hicimos lo que
pudimos: llevarnos una pastilla de jabón, un cepillo del pelo y un
almirez (cuando regresamos a Madrid le enviamos una postal de
“explicaciones”).
Mal sabor de boca al abandonar el
pueblo.
Un 600 nos dejó a un kilómetro de
Caminomorisco. A partir de aquí el viaje lo hacemos a pie.
Caminomorisco. Primera impresión:
deprimente. Salimos dejando al pueblo dormido, pagamos a ojo la
pensión y después de cruzar Pinofranqueado, y a lo lejos La Muela
llegamos a Robledo acompañando a un hombre que hacía su viaje en
burro.
Robledo: Gente sencilla. Nos hablan de
lo duro de la tierra y no comprenden como “dejamos lo bonito para
ir a lo feo”. Gente alegre. Están con la matanza y preparando las
castañas. Comemos alrededor de una hoguera en una habitación sin
apenas luz, pero ¡qué comida! Cabrito cocinado en el fuego,
aceitunas de la tierra y queso de cabra. La conversación gira en
torno a la juventud que abandona el pueblo y a los sueldos de la
gente que trabaja el campo.
Castillo: A siete kilómetros de
Robledo éste es el primer caserío propiamente hurdano que
visitamos. La gente parece recelar al principio, pero poco después
la desconfianza ha desaparecido y ha dado lugar a una familiaridad y
un ambiente que hacen que esta Nochebuena sea de las más bonitas que
he vivido, en el bar del alcalde la conversación llega hasta las
once de la noche, la cena unas patatas guisadas, galletas y algún
trozo de turrón con el alcalde, su familia y algunos otros vecinos
del pueblo.
El gobierno ha repoblado la zona con
pinos cuyas raíces se comen la tierra, por esta repoblación pagan
intereses todos los vecinos del pueblo, a las dos cortadas les darán
el producto. El gobierno se comporta aquí como una empresa privada
que quiere hacer negocio.
El alcalde es un hombre listo y
preocupado por los problemas del pueblo; el cura vive en Horcajo y
nunca va por Castillo; el maestro empieza las clases el lunes por la
tarde y las termina el jueves, de vez en cuando lo deja y se va a
tomar una copa al bar o a dar una vuelta, parece un hombre amargado,
los vecinos le dan cosecha y matanza. Se vive de lo que se produce,
apenas se compra.
A la mañana, después de dar una
vuelta bajo un tenue sol, salimos en dirección a Erías y Aldehuela.
Castillo es el caserío más bonito encontrado hasta ahora, sus
calles empinadas y estrechas y sobre todo sus recovecos y cruces de
callejuelas, la plaza es un pequeño rincón con árboles y el suelo
de tierra y piedra, allí está el rebaño de cabras del pueblo
preparado para ir monte arriba a pastar.
Aldehuela. Un ambiente inesperado.
Desde la noche anterior los hombres del pueblo están de fiesta, no
han dejado de beber y aún continúan. Emigrantes, legionarios,
vecinos que no habían salido del pueblo más que para hacer el
servicio militar, un tipo que no se lavaba desde hacía años con
uñas y orejas totalmente negras y el alcalde, amarillo de
borrachera. El ambiente rezumaba una alegría ficticia y un fondo de
tristeza. La gente se desvivía de palabra con nosotros: cenaréis
aquí, dormiréis en mi casa... pero a la hora de la verdad nadie se
acordaba de lo que había dicho. Nos fuimos a dormir al porche de la
escuela. Se nos cerraban los ojos cuando aún se oían el pandero y
las voces de la fiesta.
Es un pueblo muy pequeño y muy pobre.
El caciquismo y la explotación son visibles.
Dejamos Aldehuela a primeras horas de
la mañana con la, como se verá más tarde, cándida idea de cruzar
la Sierra de Gata y llegar por la tarde a El Gasco.
1 comentario:
Bendita memoria...
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