23 de diciembre de 2007

Luna llena

“No hay nada comparable a la dulzura del sueño cuando llega junto al ser que amamos” dice Houellebecq.






¡Cuántos momentos cotidianos y sencillos se nos escapan en el correr de los días! Sin embargo qué fácil es encontrarlos cuando me siento fuera de casa con la luna allá arriba, una luna llena y redonda como la de esta noche. ¿Qué es lo que realmente me importa por encima de todo? Más allá de dejar de trabajar, de los malos humores provocados por la sensación de impotencia en mi trabajo con los chavales, sentimientos que me rondan casi continuamente en estos días, está eso tan sencillo como compartir un lecho, el sueño, los quehaceres cotidianos, los momentos melancólicos.

Dejar de trabajar: Un futuro que últimamente está más presente en mis pensamientos. En marzo voy a pedir un permiso sin sueldo y en julio una excedencia que pretendo unir a la jubilación, con lo cual dejaría de trabajar a mediados de marzo. Aproximadamente dos meses y medio, aproximadamente 10 semanas, aproximadamente 50 días, aproximadamente 180 horas de clase más 50 de presencia en el centro para otras cosas.
No son buenos tiempos para la enseñanza. No tengo problemas importantes, es decir, no me insultan ni se tiran a mi yugular ni me graban en vídeo, ni me ponen la zancadilla (aunque a alguno seguro que le apetecería un montón) y controlo bastante, pero veo que mi esfuerzo se evapora, ya no enseñamos, ni siquiera podemos educar, tenemos en contra todo: muchos padres, el ambiente, los medios de comunicación, las leyes... puede que la gente más joven, que empieza ahora esté más cerca y sepa cómo utilizar el material sobre el que trabajamos más adecuadamente; no lo sé, conozco jóvenes muy implicados y con marcha y ganas, pero son muy pocos, la mayoría parece que llegan con la idea de sobrevivir. Soy bastante pesimista en ese sentido, a veces, más que de mal humor o cansada, salgo del trabajo apenada, decepcionada...



Alpes



Cervino


Es importante tener tiempo, que es lo que yo quiero comprarme a partir de Semana Santa; tener tiempo y estar vivo para lo bueno y para lo menos bueno. Y no sólo está el viajar, hay otro montón de cosas apetecibles: la música, escribir, leer, charlar con los amigos, pasear, ir al cine o ver una peli en casa a lado del fuego de la chimenea, fotografiar lo que te llega a los sentidos, tocar el piano, aprender inglés, esperar la llegada de una nieta, ir al teatro a ver a Rosa, visitar la cabaña donde viven Mario y Paula, acompañar a mi madre al médico, escuchar a Lucía renegando del impresentable colegio donde trabaja, desear que Guillermo apruebe las oposiciones, mirar con cariño cercano a Quique cuando le vienen los malos momentos, permanecer en silencio cuando mi chico dice que está “blandito”, aguantarse el miedo cuando Mario y Paula dicen que se van a mover por el sur de Méjico con un carro y un burro y decirles que son cojonudos...




Mont Blanc

Hoy estoy sola en casa, me gusta y lo necesito de vez en cuando. Y preparo la nochebuena, una nochebuena sencillita en la que estaremos juntos casi todos: abuelos, hermanos, sobrinos, hijos... menos Lucía y Quique que acabarán de aterrizar en Marruecos.

¡Feliz Navidad!


16 de diciembre de 2007

Otoño

Atacama, Chile


Parece que mi blog tiende últimamente a la melancolía, a los recuerdos. ¿Será culpa del otoño?

Los tonos ocres, amarillos, naranjas, azules del frío amanecer y fucsias y violetas del final del día velan el otoño de Gedrez, el más intenso en mi memoria. Hoy mi parcela está cubierta de hojas muertas; no asocio la muerte con la falta de belleza. Cuando miro los árboles que poco a poco se van desprendiendo de su vida de verano me confundo con ellos, me siento parte de la naturaleza, del ciclo de vida y muerte y nueva vida que se repite una y otra vez.


El otoño es una estación preciosa, llena de colores variados, igual que mi vida en este momento también otoñal.

Los años de mi niñez y de mi adolescencia son bellos pero teñidos sólo de tonos verdeazulados, casi siempre en la espera del lo que llegará después. Los colores de mi verano personal son llamativos, casi estridentes; están llenos de búsqueda, de una búsqueda agitada; esos momentos difíciles eran pasos hacia delante que iban preparando lo que es mi vida ahora; años en que los problemas, la falta de experiencia en tantas cosas, la inseguridad no propiciaban el estar en compañía de una misma tranquilamente sintiendo el paso del tiempo. Mi otoño de ahora también está a la expectativa pero de una manera pausada, mucho más suave, como sus colores. Esta es mi impresión de hoy, de estos días en que, salvo en el trabajo, no tengo más contacto que el de mis perros, mi parcela y yo misma. Estoy en el final de estación que anuncia el invierno, un invierno desconocido, al que procuraré no vestir de gris.


15 de diciembre de 2007

Pues sí...


En ocasiones parece que el tiempo se escapa de las manos, no velozmente, sino lento, pesado, como una antigua locomotora, herrumbrosa, jadeante que parece no poder avanzar más, y, sin embargo, continúa andando y alejándose terca y obstinada.





La melancolía tiene un puntito agradable. Hay un silencio enorme, sólo los pájaros lo interrumpen; la luz difusa, la temperatura confortan. Vivimos en un país perfecto, además de maravilloso en su paisaje, el clima es como nosotros; nos acompaña con su frío, su calor, su apacibilidad como la de hoy; me identifico con el frío del invierno, me gusta sentir el aire en la piel, y del mismo modo con el calor, las gotas de sudor me recuerdan mis caminatas por la montaña percibiendo la energía de mis piernas y otro sudor humedeciendo mi cara, imagen del esfuerzo por impregnarme de vida.

Muerte en Venecia es una extraordinaria representación de lo que digo, la humedad de las calles, la luz cálida de la terraza del hotel frente a la brillantez de la playa y, sobre todo la escena final, el rostro de Bogarde en el que se mezclan la tristeza, la melancolía, la pasión por la belleza que le llega a través de la figura de Tadzio al fondo, junto al mar posando para él como una estatua griega. Su rostro surcado por los hilos negros del tinte con el que intentaba ocultar la decrepitud que formaba parte indisoluble de su vida, como la de la ciudad, una pasión antítesis de la vida rutinaria y superficial de los habitantes del hotel, ridiculizados agresivamente por los músicos callejeros del pueblo. Choque entre la enfermiza elegancia de unos y la violenta tosquedad de los otros.

A veces me duermo con el arrullo de la melancolía, en el calorcito de lo ya alcanzado, y los retos se convierten en una repetición superficial de lo ya vivido. “...la plenitud del hombre rebelde a toda limitación” dice Rómulo Gallegos en Doña Bárbara. A veces me detengo en el rellano de la escalera y monto en él mi habitáculo. Los escalones siguientes desaparecen de mi vista. Y, sin embargo, es preciso subir para seguir viviendo.



La expresión de Juliette Binoch al final de El paciente inglés es la de esto es lo que hay; pero sonríe, sonríe después de un drama en el que la vida íntima, el amor y la muerte es lo único que tiene sentido. La historia se sitúa durante la segunda guerra mundial, los acontecimientos son los que marcan el drama pero el fondo es común a cualquier época y circunstancia. Es triste y bello a la vez.



La vida no tiene una definición, un significado inequívoco e inmutable. De hecho, no existe hasta que no vamos viviéndola, se crea a la vez. Lo contrario es deslizarse por el tobogán, con todos los obstáculos que puedan surgir, pero encajados entre los dos barandillas laterales para evitar caer fuera del carril.