7 de julio de 2010

La humanidad de Ingrid Bergman




Karin/Bergman lucha contra Stromboli. Y Stromboli la gana, no la vence, la gana para sí misma.

Ha escapado de un campo de concentración, cuyas escenas, por cierto, parecen provenir de otra película, de una película como tantas otras que tratan la segunda guerra mundial, Esta Karin de la primera parte de la película, más esperanzada, más alegre y amistosa, cambiará de talante nada más llegar a la isla aunque menteniendo su capacidad de decisión, el inconformismo ante lo que se va encontrando. A partir de su llegada a la isla se enfrenta a una situación quizá no reconocible por ella hasta ese momento: la soledad, la imposibilidad de comunicación, de entendimiento, de comprensión a lo diferente.

Su lucha por combatir esa situación fluctúa entre la aproximación hacia su marido y los habitantes de la isla y la huída, el retorno al lugar que cree que le corresponde.
Cada vez que se esfuerza por adaptarse la isla y los hábitos de sus habitantes se oponen a su intento: las mujeres, escondidas bajo su ropa y su pañuelo negro en casas en las que las fotografías de los padres y las imágenes religiosas marcan el camino a seguir; los hombres, sometidos a su papel de varón, que la ven como una desvergonzada y un objeto indigno de respeto; el párroco que se lava las manos, incapaz de hacer nada por ella.


Una de las mejores secuencias de Stromboli es la de la pesca del atún, en un estilo documental que aparece también en Te querré siempre cuando Bergman recorre Nápoles y en las películas anteriores de Rossellini que encaja perfectamente con el horror que siente Karin ante la crueldad con la que son capturados los atunes. Tampoco soporta la brutalidad representada en la escena en la que el conejo lucha inútilmente con el hurón. No comprende ese mundo ni las necesidades de sus habitantes.



Por último el volcán entra en erupción; ya no puede soportar más, decide marcharse y es encerrada por su marido; cuando consigue huir, sólo le queda la posibilidad de hacerlo por la montaña y cruzar el volcán. En su lenta ascensión en la que va abandonando sus pertenencias, el volcán, presente durante toda la película, se empareja con Bergman como protagonistas únicos del desenlace y de la temática que subyace en el film.
Por primera vez entra en contacto con la naturaleza: “Dios mío ¡qué belleza!”

En el momento final pide ayuda a Dios para que le de fuerza, comprensión y valor. Final ambiguo, dicen los especialistas. Karin tiene motivos para pensar en sí misma utilizando aquello que le puede llevar a mejorar su situación, no se la puede juzgar simplemente de cínica, pero sí está lejos de una humanidad que defiende Rossellini en todo su cine. Con su ruego último intenta humanizarse a través de la comprensión de sí misma y de los otros. Fuerza, comprensión, valor para salir de sí misma, una manera de encontrarse y de intentar vivir limpiamente la inevitable soledad.



"Siempre procuro mantenerme impasible; me parece que aquello que es tan asombroso, tan extraordinario y conmovedor de la vida humana es precisamente que los actos nobles y los sucesos trascendentales ocurren de la misma manera y producen la misma impresión que los sucesos corrientes de la vida cotidiana” dice Rossellini y así muestra a Ingrid Bergman, con la cara limpia, caminando hacia el volcán penosamente, mucho más humana que en otras ocasiones, seguida por la cámara mientras se va identificando con el entorno como sucederá también en Europa 51 y Te querré siempre.





1 de julio de 2010

El Chorrillo




Llegamos a El Chorrillo hace veintiún años. En los años anteriores vivimos en la casa del maestro, pero aquel año el ayuntamiento decidió transformarla en casa de niños y tuvimos que marchar. Así que la compra de la casa nos pilló por sorpresa y no teníamos un duro ahorrado. Reconozco que lo mismo habría sucedido si no hubiera existido ninguna urgencia porque el dinero que entraba en casa era gastado rápidamente. De esta situación se derivó la necesidad de vivir con lo mínimo y fue así como más de la mitad de nuestra parcela se convirtió en huerta, nuestros hijos renunciaron a la paga semanal, nosotros al café y al wisqui, vendimos las cámaras fotográficas y el laboratorio y las pocas veces que salíamos al cine nos llevábamos a Madrid un par de bocadillos que comíamos en el coche o en los jardines de la plaza de España cuando el tiempo era bueno. De lo que no prescindimos fue de viajar: Granada, Galicia, Picos de Europa, donde una piedra fortuitamente  y mal pisada por uno de nuestros hijos fue a parar a la nariz de Alberto rompiéndosela, y al año siguiente, Carrión, Picos de nuevo, Somiedo, Pirineos. Pasados esos dos años, cansados los cinco (porque los chavales colaboraban también un montón en la huerta) de tanto trabajo de hortelanos y más repuestos económicamente, llevamos a los abuelos a París y Venecia en nuestra furgoneta y yo aprendí a montar en bici recorriendo el Danubio y el Tajo.







Ahora tenemos de nuevo una huerta, pequeña, para los dos que quedamos en casa y la parcela está llena de hierba y flores. Hemos empezado a reparar y poner más bonita la casa y construimos un estanque con peces, plantas acuáticas y una cascada. Cuido de la huerta, de las flores, paseo por los caminos cercanos a la casa a los que siento como míos, como una prolongación de la parcela. Estoy tan a gusto en El Chorrillo que ni siquiera tengo ganas de viajar.


Hace poco menos de un mes murió mi suegro. Decidimos incinerarle y cada familia de hijos y nietos plantó un rosal sobre sus cenizas, fue entrañable y emotivo, los biznietos pequeñajos ayudando a plantar su rosal, todos reunidos en una cena de despedida al abuelo frente a una gran mesa que montamos junto al estanque. En unos meses haremos lo mismo con los restos de la abuela que yacen en el cementerio del pueblo. Es hermosa una relación así con la muerte, hermosa, natural y cercana. 



El Chorrillo forma parte de mi vida, mucho más que los otros lugares donde hemos vivido. No querría que se vendiera nunca esta casa, sí que mis cenizas formen también algún día parte de esta tierra en la que se han hecho mayores mis hijos, donde yacen mis perros, en la que he evolucionado tanto como persona, de la que he disfrutado y en la que he sufrido malos momentos de los que no reniego porque me han hecho vivir aún con mayor fuerza.