12 de enero de 2011

Le trou, de Becker



Parece que mis hijos se han empeñado en que tenemos que seguir viajando y nos han regalado unos días en París. Alberto me decía que no tenía muchas ganas de viajar y yo le he dicho que en realidad esto no es un viaje, es como ir un día a Madrid a ver una exposición o al teatro. Acompañando el regalo venía una carta escrita por cada uno de los cinco (tres más dos) y una fotos de algunos de los viajes que los tres hicieron de pequeños y adolescentes con nosotros, me emocioné y se me humedecieron los ojos, cosas de la edad (o de la depre navideña, como diría mi amigo del alma). 


También me trajeron los Reyes un pack de películas entre las que se encuentra Le trou, de Jacques Becker. Cuatro presos con largas condenas, a los que se une un quinto recluso, preparan la huída construyendo un túnel. Se han hecho muchas películas sobre el mismo tema, y algunas buenas, pero creo que ninguna con la sencillez y la precisión que ha utilizado Becker en Le trou. Hace días vi Giordano Bruno y, la fuerza que transmitía el personaje en los momentos del juicio y de la ejecución eran mínimos comparados (mal comparados, ya lo sé, es un sacrilegio esta comparación) con la sobriedad que acompañaba a Juana de Arco en la película de  Dreyer. Y es que la sencillez, la austeridad, el blanco y negro, las actuaciones contenidas, la expresión a través de la mirada y de unos leves gestos emocionan, en el caso de Juana, y provocan, en el caso de Le trou, la complicidad total del espectador con estos reclusos en los que prima la amistad, la fidelidad y la solidaridad por encima de la posibilidad de una huída exitosa. 


Le trou es una espléndida obra cuya sencillez y encuadres precisos mantienen una absorbente tensión en el espectador. La acción se sitúa en el interior de una pequeña celda y en las instalaciones de una prisión (tras ver la película podemos recorrerla palmo a palmo en nuestra memoria), sin salir al exterior salvo en una corta secuencia en la que dos de los personajes, desde la trampilla que da paso a los túneles del alcantarillado ven con esperanza una calle por la que circula un taxi; está rodada en un blanco y negro sin apenas contrastes, luminoso en ocasiones, sin ningún efecto que distraiga, sólo el sonido de los golpes al taladrar el suelo de la celda, los muros de las galerías, un sonido que queda grabado en la memoria como símbolo de la película, al igual que ese ¡Pauvre Gaspard! del final que es en realidad innecesario porque ya el espectador se lo está diciendo a sí mismo pero que es al mismo tiempo el colofón, el resumen de una historia en la que el compañerismo se enfrenta al penoso engaño que a través del deseo individual se hace a sí mismo el personaje de Gaspard.
 

  

Destacan los pequeños pero importantes detalles como la construcción de las herramientas necesarias para preparar la huída por parte del hábil Kéraudy al que no queda más remedio que admirar por su capacidad de inventiva.  En esos momentos largos en que los presos cavan y cavan, golpean, retiran cascotes, recorren tres largas galerías de la cárcel y vuelven a golpear y a cavar y buscan la salida a través de los túneles del alcantarillado, no sólo es imposible retirar los ojos y la atención de la pantalla sino que vivimos con ellos la tensión, el esfuerzo, el dolor, nos alcanza el polvo, movemos la cabeza para evitar los cascotes que se desprenden del muro. Una obra maestra.