19 de febrero de 2012

Oler y tocar. La irracionalidad del mundo.

 


Judería en Londres, de Stadler, es el primero de los poemas que, por una razón u otra, más tocan a mi ánimo o más me gustan y que de vez en cuando iré transcribiendo al blog.

Judería en Londres

Hasta el esplendor mismo de las plazas
se acercan callejones subversivos y devoradores terriblemente encarnizados
entre sí, muy abiertos, como las cicatrices desgarradas en la carne desnuda de 
los edificios,
y llenos de basura que los arroyos sucios ya desbordan.

Las atestadas tiendas se apresuran hacia el aire libre.
Sobre las largas mesas desordenados trastos se almacenan:
vestidos y cotón, pescado, carne, fruta, en asquerosa hilera
están amontonados y con salpicaduras de las doradas llamas de la nafta.

Hiede a carne podrida y a pescado, adherido el olor a las paredes.
Un miasma meloso impregna el aire que anochece con suavidad.
Una vieja mujer escarba los desechos con sus ávidas manos.
De manera mecánica un mendigo ciego chirría una canción que nadie escucha.

Están sentados delante de las puertas, rodeando los carros.
Niños que gritan, andrajosos, en la pobreza de su juego,
en tanto un gramófono grazna, voces rotas de mujeres crujen
y a lo lejos retumba la ciudad bajo el rugido de los automóviles.

      Ernst Stadler, hacia 1914

14 de febrero de 2012

No se me olvida

¡A quién se le ocurre nacer el día de San Valentín! Felicidades, muchacho de ojos verdes.

Un beso



13 de febrero de 2012

Ginebra y la soledad




 Dice Rafael Argullol en su libro Visión desde el fondo del mar que “somos capaces de vivir decenas de ciudades en cada ciudad. Sin embargo habréis observado hasta qué punto nosotros somos un reflejo fiel de esas múltiples ciudades, pues, de hecho, las amamos o maltratamos de acuerdo con nuestro propio amor u odio”

Cierto. Podría decir, por ejemplo, que sólo he estado en París una vez. En las otras ocasiones París era el escenario de experiencias, vivencias que tenían mayor fuerza que la propia ciudad.

Viajé a Ginebra en 2003. En principio era un lugar puente entre mi travesía por los Alpes y un viaje a Méjico.  Había pasado veinte días con Alberto acompañándole en su recorrido completo de la cordillera desde Niza hasta Eslovenia. Yo venía de Pirineos, una semana de caminar por la zona de Aigüestortes con un amigo. Nos encontramos en Larche, en los Alpes de la Alta Provenza, y nos separamos en Alagna Valsesia, al pie del Monte Rosa. La niebla nos había acompañado en ese último día. Dormimos en un albergue que más parecía una residencia de ancianos convertida en hotel, pero teníamos una habitación con mucha luz, limpia y con ducha.  Me encontraba emocionada por la doble despedida, la suya y la de la montaña y algo inquieta ante mi viaje. Al día siguiente él retomó su camino y yo cogí un autobús a algún pueblo por donde pasaba el tren a Milán para partir, dos días después, a Ginebra y desde allí a Méjico.
Habíamos compartido las veinticuatro horas durante veinte días extraordinariamente bellos. En mi cuaderno de notas escribí: estoy sola. Algo de nerviosismo, otro poco de inseguridad, bastante de exaltación, y una gran dosis de felicidad que me transmitía un cuerpo que había disfrutado del esfuerzo, del sudor, de la fuerza de mis piernas, de la posibilidad de sentirlo al completo, un cuerpo curtido durante casi un mes de caminar sin interrupción como las cabras; eso era yo en aquel momento.

Mi estancia en Ginebra está teñida de un sentimiento de soledad. Soledad frente a cosmopolitismo. Me sentía feliz sentada en una terraza del Quai du Mont Blanc delante de una cerveza. El aislamiento propio de la montaña había dado paso a un hervidero de rostros, de actitudes, de sonidos, de música.  Paseé por la ciudad, me compré dos libros para el viaje y los primeros días en Méjico: Elsa Morente y Almudena Grandes, en el Marché aux Puces  husmeé en una caja repleta de gafas de sol y conseguí unas por un par de euros, comí en un tailandés muy barato donde me clavaron por el café, escribí a mi otro chico, aquel que me llamaba pequeño saltamontes, y cobijada en la habitación del hotel escuché música y estuve tranquila conmigo misma. Ginebra no es la ciudad de los museos, el Jet d'eau, los edificios históricos y políticos, es el disfrute de la soledad en medio del gentío y el contacto, la comunicación con mi persona. 


 

9 de febrero de 2012

Así de sencillo



 Le pareció que el sol iluminaba su habitación con una fuerza fuera de lo habitual, casi con violencia. Hizo un esfuerzo y se levantó. Tenía que ir al baño. Sus manos se aferraron  a la silla que había junto  a la cama, después a la mesa, al marco de la puerta. Salió al pasillo. La luz comenzaba a disminuir. Apoyándose en la pared se dirigió hacia el vestíbulo. Las tonalidades negras de los muebles, la mesa estilo español situada en el lateral del recibidor, las jamugas, iban tomando un matiz castaño cada vez más claro. Cuando llegó junto a la puerta de la calle experimentó una sensación de levedad, no se trataba de esa pesadez propia del mareo, era como si parte de su cuerpo se fuera diluyendo, o quizá, algo se precipitara hacia fuera ¿el qué? ¿hacia fuera de dónde? No era capaz de pensar, sólo de sentir cómo su cuerpo se iba haciendo más débil, más inaprensible, más liviano. Agarrada a la mesa, aunque a ella le pareció que simplemente la rozaba con su mano, giró hacia el cuarto de baño. Anduvo unos pasos más y ya dentro, junto al lavabo se dejó resbalar hasta el suelo. El pequeño armario que contenía los vasos de los cepillos de dientes de cada miembro de la familia y que su padre había pintado con motivos alusivos a  algún rasgo personal o afición de sus dueños ya no era verde, tampoco tenía una forma determinada, no se movía como le pareció en un primer momento, más bien mantenía un ligero temblor. No tenía voz, no podía llamar a nadie pero tampoco le importaba. Tirada en el suelo se dejó llevar por una extraña sensación de tranquilidad, de dulzura y suavidad. No sabría decir cuánto tiempo pasó hasta que su padre -eso lo supo más tarde- la llevó de nuevo al dormitorio. Poco a poco, ya en su cama, fue distinguiendo todo aquello que componía su habitación de adolescente, de los años anteriores a su partida de casa de sus padres, el escritorio sobre el que la esperaban los apuntes y los libros que días antes se había traído de Madrid con la intención de poder preparar los exámenes, el viejo armario puesto un poquito al día con una nueva capa de pintura, la estantería con los libros de su infancia y su adolescencia. No le produjo ninguna alegría el sentir de nuevo su cuerpo, retornar a la certeza de estar viva. La levedad, el sosiego, la calma en la que había permanecido hasta ese momento se manifestaban ante ella como el cortejo de su propia muerte, una muerte sin tristeza, sin dolor, una muerte diáfanamente unida a la vida, tanto era así que no le habría importado morir en aquel instante.