21 de marzo de 2009

Tocarse los huevos



Tocarse los huevos puede ser un acto natural e imprescindible en un momento dado, en una urgencia, esté su dueño donde esté; puede ser un acto de rebelión, de insulto que yo estaría dispuesta a compartir, ante personajes que aparecen últimamente en la prensa; algunos hablando de lo que no saben ni tienen experiencia, haciendo un daño incalculable a las poblaciones más débiles y presentando sus palabras como una ley natural y de obligado cumplimiento para todo el planeta tanto si se es súbdito de ellos como si no, otros simplemente tratándonos como imbéciles mientras juegan al escondite o a policías y ladrones (dos de los juegos más divertidos de mi infancia). Pero la recurrencia o la gratuidad son otra cosa. Recuerdo a un antiguo compañero, de hace muchos años, que se los tocaba cada dos por tres, estuviera en clase, en el pasillo o en la sala de profesores; fuese por la reincidencia, por su aspecto físico, por sus características personales, muy lejos de mi aceptación y de mi gusto personal, el caso es que aquello me resultaba sumamente desagradable. Y no soy ni de lejos una puritana ni una tiquismiquis, es simplemente una cuestión de estética.

Todo ello viene a cuento de la representación en la Abadía de la obra de Shakespeare, Medida por medida. Esta mañana me encontré con un pequeño reportaje en el que se mostraban distintos momentos del espectáculo: actores recitando a ritmo de rap, magreos, gritos, atropellos sexuales y tocaduras de huevos es lo único que vi. No me niego a ver adaptaciones más o menos radicales de los clásicos, de hecho algunas me han gustado y mucho, pero opino que en muchas ocasiones se recurre en exceso y sin venir a cuento a supuestas modernidades que no aportan nada a la obra o que incluso la destrozan.

Pensé ir a ver Medida por medida en cuanto mi pie me dejara, pero se me quitaron las ganas. Si alguien lee este post y ha visto la puesta en escena de Carlos Aladro, agradecería su opinión; me queda la esperanza de que lo malo no sea ésta sino el reportaje de La Mandrágora.

15 de marzo de 2009

Como una reina


Ayer viví un momento casi divertido cuando el médico me quitó la venda. Yo estaba pendiente de lo que iba a ver mientras capa tras capa el vendaje desaparecía y mi pie volvía a ser pequeño. Cuando quedó al descubierto no lo reconocí. Mi dedo pulgar era precioso, recto, elegante, el lateral suave, sin accidentes geográficos de ningún tipo, pero… el resto más bien parecía el pie de la novia de Frankestein. Dos líneas de grapas surcaban mi lindo piececito desde la mitad del empeine hasta el inicio de los dedos. Todo un pellizco de carne sujeto en sentido longitudinal como si la grapadora hubiera agarrado como dios le diera a entender las orillas de las rajas por las que me habían serrado el hueso y sujetado los tendones. El médico, a todo esto, extasiado, enamorado de su obra. Los traumatólogos son los médicos más narcisistas que conozco. Yo, si hubiera sido médico, por otra parte, habría sido traumatólogo; es como un juego, como una actividad de bricolage, la sierra por aquí, la grapadora por el otro lado, vamos a medir el ángulo para que el dedo no se tuerza en dirección contraria, aprieta bien los tornillos, no se vayan a desviar, acércame la lima, ahora la lija para que quede más suavecito, ¿y si le damos una capa de pintura?...


Hoy sigo en el sofá con la pierna estirada, de manera que le tengo enfrente, a mi pie, digo; de vez en cuando le hago una caricia o le doy calorcito para que se calme; tengo todo el tiempo del mundo, nunca hubiera dama tan bien servida. Me rodean Tournier, Gracq, la historia de la literatura de Francisco Rico, los poemas de Rosa Romojaro, las pelis de Ford y música y más música. Esta tarde le tocó a Artie Shaw, su clarinete y su orquesta, una de las primeras big band blancas, aunque Billie Holliday y algunos otros músicos negros cantaban o tocaban en ella, por supuesto entrando por la puerta de atrás. Vergüenza. Ignorancia.


Aquí está Artie Shaw en un fragmento de la película Al fin solos, con Fred Astaire y Paulette Godard.



8 de marzo de 2009

El pony rojo y Donizzeti


Esta vez, el blog amigo de Joseph Rumbau no me dio las buenas noches; estaba yo, en ese momento, viendo El pony rojo, de Milestone. Fue esta mañana cuando, ya sentada en el sofá, con mi dolorido y frankesteiniano pie izquierdo sobre el cojín blandito y mórbido que Lucía y Quique me regalaron ayer, abrí el reader y me encontré con este delicioso y simpático fragmento de La hija del regimiento de Donizzeti. Nada que añadir al comentario de Joseph Rumbau.



Volviendo a El pony rojo. Comencé a verla con una cierta pereza, la recordaba vagamente como una de tantas películas vistas cuando era pequeña y mi interés estaba principalmente en la banda sonora de Aaron Copland. Fue una agradable sorpresa, y no sólo por el guión de Steinbeck, basado en su propio relato, y por la preciosa fotografía de Tony Gaudio. El tema principal de la película es la iniciación de Tom en la naturaleza de la vida, en la intimidad natural entre vida y muerte, pero como nos identificamos o nos acercamos instintivamente a aquellos personajes en los que hay algo de nosotros mismos o de lo que percibimos que puede haber en un futuro próximo, mi interés se centró instintivamente en otros aspectos de la película; hace muchos años mi personaje fue Tom, el niño protagonista, aunque entonces no fuera en absoluto consciente de su aprendizaje; anoche simplemente le miraba con simpatía mientras mi ternura respetuosa iba dirigida al abuelo. Un anciano que, después de haber vivido una vida difícil y aventurera, anda despistado sin encontrar su hueco en la familia. Cuando medio dormido se acerca al establo para ayudar a Billy Buck , se está integrando activamente, a través de las preocupaciones y sufrimientos de su nieto, en la vida del grupo familiar; una integración que no deja de tener su parte dolorosa al reconocer en voz alta el abuelo que la época del Oeste, su época, en la que vivía inmerso, ha desaparecido.Ciertamente, anoche, los otros personajes no me interesaban demasiado.