31 de octubre de 2011

Niebla. El grito, de Antonioni





La bellísima fotografía de Gianni di Venanzo es esencial para que la niebla comparta el protagonismo de El grito con su principal personaje, Aldo. La niebla persiste a lo largo de la película tanto en el paisaje como en la historia y en los propios personajes. Aldo, con una interpretación magnífica de Steve Cochran, la lleva dentro. La adquiere, en el momento en que lo definitivo, lo sin remedio le inunda; no le han servido sus ruegos, la presencia de los detalles cotidianos, un torpe regalo a destiempo, el intento de empezar de nuevo en la casa que con sus mínimos detalles representa los siete años que ha vivido con Irma, no le ha servido su violencia. Y hundido en esa niebla huye buscando afecto, tranquilidad, una mujer en la que refugiarse. Mujeres desdichadas que Antonioni presenta fuertes, resueltas pero a la postre resignadas ante la imposibilidad de salir de una vida gris, sin futuro. Un magnífico retrato de personajes secundarios tan neblinosos como Aldo que van dejando en el espectador un poso cada vez más explícito de lo irremediable de la soledad. Mujeres que quieren vivir una vida mejor pero no pueden dejar a un lado aquello que se lo impide, sea el pequeño orgullo frente a una situación en la que se saben sustitutas, sea la atención a un padre. Irma, salvo en la primera parte de la película en que adquiere un mayor protagonismo personal ejerce el papel imprescindible de ser el detonante de la historia, el origen de esa niebla que nos acompaña durante todo el film y elemento necesario para el final, para que su grito, como el del compañero de Aldo al principio de la historia avisándole de la presencia de Irma, como el grito callado, íntimo de él reclamando un atisbo de felicidad durante su recorrido en busca de una estabilidad afectiva, desencadene el silencio total.




 

Acompañamos a Aldo en su búsqueda que es más una huída, gracias en gran parte a la cuidadísima puesta en escena, llena de detalles que proporcionan realismo a la historia: el interior de las viviendas, sus techos desconchados, la fotografía de algún antepasado, un periódico dejado a los pies de la cama, los zapatos de Irma y del personaje de Betsy Blair (cómo me gusta  a pesar de que tantas veces parece estar haciendo un mismo papel) llenos de barro, las manchas en la ropa de Aldo y de Andreina.



 

9 de octubre de 2011

Cristina García Rodero: Transtempo


(Mis fotos desparecieron del blog y éstas no tienen la resolución adecuada para disfrutarlas, lo lamento)


 

Galicia, 1974 - 2010. Romerías, carnavales, celebraciones religiosas, el mar. Un blanco y negro cuidado, natural, pleno de matices. La instantánea de un gesto. La fotografía de una niña enmarcada como si se tratara de un fragmento, de un chispa en la escena que se nos oculta, grupos alojados entre los retazos de un rostro, de un cuerpo y, en ellos, individualidades, caras que se expresan por sí mismas, auténticos retratos. Todo en un ambiente norteño de neblina, humedad y lluvia.








Si tuviera que utilizar una sola palabra para nombrar lo que Cristina García Rodero me transmite, esta palabra sería emoción. Emoción por los sentimientos que reflejan los gestos, las miradas, los rostros: dolor, alegría, inocencia, miseria, la liberación de la fiesta, desconfianza, tristeza profunda. Y en todo ello siempre el humor y la ternura que pone de su parte. No hay ironía ni cinismo, puede haber crítica pero con una gran respeto. Une lo sublime y lo grotesco, la miseria y la belleza, lo aparentemente simple y la complejidad que hay detrás de cada vida, de cada escena. Rostros embrutecidos. Miradas que transcienden o mejor, son transcendidas por la nuestra.

 

 Así que sonrío ante la inocencia, la inseguridad de un anciano frente a una exuberante negra semidesnuda que le besa. Me emociona la belleza sencilla de una madre que retiene a su hijo junto a su cuerpo. Me hiere el dramatismo de algunas escenas, me indigno… y también juzgo. Indignación ante el poder de la iglesia sobre la gente común y sencilla, la conversión de las creencias en supersticiones, el fomento de la ignorancia;
los confesionarios, las “vueltas sagradas” de mujeres arrodilladas en soledad o acompañadas de un hijo, de unos padres, observadas con curiosidad por un hombre mientras para otros su actitud forma parte de la normalidad y cotidianidad de la fiesta religiosa. Unos rezan y otros se divierten.




Después mis propios recuerdos, la soledad de una adolescente, seria, las manos unidas, los pies cruzados tímidamente en espera de que algo suceda. Inevitablemente veo a la adolescente que fui yo y, mano a mano, a la adolescente de Munch.



La muerte presente en el cementerio, en los ataúdes ocupados por vivos que abren los ojos, que se abanican como en una burla a la muerte.





 Y más: el mar...


puro cine negro...


abuelas....


 adolescencia...


ambiente de lucha y diversión...