Rudolf Höss, en sus memorias, refiriéndose a la época de su mando sobre Auschwitz, se arrepentía de una sola cosa: no haber dedicado más tiempo a su familia. Infinitos ejemplos a lo largo de la historia del mundo muestran lo dúctil que es nuestra mente para que las emociones, los sentimientos sean llevados de acá para allá según las necesidades o las locuras de los poderosos. También en el presente. Y tanto en la vida social y política como en la vida privada de las personas. La necesidad de formar parte de una masa, de ser considerado “normal”. La pescadilla se muerde la cola. El hombre robustece a la masa y la masa alimenta al hombre. El cuarto poder hace el resto.
Difícil, diría imposible solución. Ni siquiera redactando las noticias mediante una oración simple: sujeto, verbo, objeto directo e indirecto (tampoco el circunstancial) sin adjetivos, sin aposiciones nos libraríamos de la manipulación. Bastaría con contar unas cosas y no contar otras. ¿Crear un espíritu crítico desde niños? ¿No creernos nada antes de analizarlo? ¿Cuántos hechos nos daría tiempo a analizar? No, tampoco vale.
¿Qué queda? Quizá si educáramos los sentidos en el disfrute de la belleza, la imaginación, la creatividad nuestra vida sería tan interesante a nivel personal que no merecería la pena enzarzarse en aquello que se acepta, paradójicamente, como causa de tantos males: el desmedido deseo de poder, la ilimitada necesidad de posesión. Si en lugar de leer las declaraciones de los políticos, los artículos de los periodistas defensores de cualquier tipo de dominio: gobierno, partido, iglesia... leyéramos, se me ocurre como ejemplo, a Emerson, a Virginia Woolf, a Genet; si nos diéramos un paseo en lugar de ver los debates de la televisión (¿debates? mis terribles alumnos adolescentes tienen más orden y se chillan e insultan menos, cuando discuten un tema, que los doctos contertulios del medio), tal vez... quién sabe...
Si viajáramos con menos equipaje... Suavicemos esto.
Amanecer en el río Li, Guilin. China
Mi chico, que anda viajando por Filipinas, se deja la cartera olvidada en la habitación del hotel y le toca salir corriendo dejándome con el saborcillo del correo a la birlonga, así, como sin poder relamerme de gusto. Me recuerda otra ocasión en que tuve que salir corriendo a buscar los pasaportes olvidados en un hotel de Yangshou, junto al río Li. Allí alquilamos un barco para, al amanecer, disfrutar de uno de los paisajes más bonitos que conozco. Yangshou estaba lleno de turistas, echaba de menos mi comida china, mis chinos tan ruidosos, porque los chinos hablan muy alto, casi gritando y estén donde estén, aunque el lugar sea un vagón de tren con todos los pasajeros durmiendo; les encanta tocar las bocinas, aunque, también es cierto, no les queda mas remedio si quieren sortear bicis, motos, peatones, etc.; son risueños, se ríen por casi todo; son activos, no paran un momento; son habladores: en los autobuses, en la calle, en los pasillos de los hoteles y los trenes… Y son muchos. Pero en Yangshou eran más los turistas. Pena.
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