29 de agosto de 2007

Narrow Street

Zanzibar, 29 de agosto




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Passion, bonito nombre el del zumo con que comenzamos hoy nuestra comida. El dueño del restaurante insistió en que lo tomáramos; después nos enseñó el fruto, rugoso, de un color parecido a la granada. Estaba muy rico. El hombre, un árabe entrado en años, explicaba con ademanes llenos de expresividad la riqueza en fruta de la isla y la inercia del gobierno que según él no la aprovechaba para la exportación. La pasión que ponía en sus palabras cuando cogió con determinación el menú y explicó las delicias de un plato de pescado nos libró de tener que pensar qué comeríamos, él decidió por nosotros con simpatía y profesionalidad.

Mientras, en el ciber de al lado la encargada se recostaba lánguidamente sobre el respaldo de una silla tecleando con desgana en el tablero del ordenador, apenas se la oía cuando hablaba.






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Todas las tardes, justo antes de la llamada del muacín a la oración, pasan por debajo de nuestra ventana un numeroso grupo de hombres corriendo y gritando, llevan una bandera y, algunos de ellos, escritos del tamaño de un folio a modo de pancarta. Son todos hombres y jóvenes; poco después se oye una sirena. El hecho me tiene algo intrigada, no sé si el tema de sus voces es religioso, político o tiene que ver con el fútbol. Sea cual sea hay pasión en ello, la pasión que no se vive individualmente, que agrupa, arrastra haciéndonos masa.
Las mujeres que sirven el desayuno en el hotel, arrastran las palabras y las chanclas, se mueven con lentitud bajo túnicas y velos. La desgana y la falta de iniciativa aparecen con mucha frecuencia en las mujeres musulmanas.
Esta mañana nos cruzamos con una niña de unos ocho años cubierta por completo con un chador negro, sólo la carita y las manos eran visibles. ¿Cómo se verá el mundo cubierta desde pequeña de la cabeza a los pies? Y ¿cómo verá su cuerpo? Conozco mi cuerpo desde que era pequeña, le he visto crecer, acoger a mis hijos dentro de él, engordar, adelgazar, conozco el lugar exacto de las cicatrices y voy aceptando unas veces con cariño, otras con orgullo, en ocasiones con resignación el aspecto que le van aportando los años; pero no sólo es eso, es que también le he vestido y, dentro de mi no muy desarrollada coquetería, le he adornado, me he preocupado de mi apariencia para gustar, para respetar, para sentirme a gusto con él. ¿Se podrá disfrutar de un cuerpo que hay que esconder? ¿Se podrá sentir con pasión el tacto de otro cuerpo en cuyo acercamiento no se ha participado?

Hace años, en Turquía me molestaba enormemente la visión de las mujeres envueltas en el chador o el tener que sentarme donde me ordenaran para no estar a lado de ningún hombre. Tiempo después lo miraba con respeto (por supuesto no hablo del uso del burka ni de la situación de las mujeres que vi en el norte de Pakistán, algo inadmisible para mí desde el principio) e incluso, para compensar de alguna manera el radicalismo de muchos de mis alumnos, cargaba algo las tintas en la defensa de la diversidad de estas demostraciones religiosas o culturales. Ahora vuelven a producirme rechazo.

Si ya es difícil para mí distinguir con claridad, qué pensamientos son realmente míos, qué decisiones tomo con libertad, qué me interesa realmente a mí, me pregunto cómo una mujer recluida en su casa y su trabajo, dependiente de su marido, su padre o su hermano, que no es mínimamente dueña de su cuerpo y de su vida puede saberlo y obrar en consecuencia.





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Desconfío de las manifestaciones en masa en las que el individuo deja de ser él mismo, pero más me sucede cuando ese individuo se agrega a la masa sin pasión, sumisamente. Sí, hay mujeres que dicen decidir por ellas mismas su situación respecto al hombre, su manera de hacerse respetar ante ellos, pero las formas de dominación pueden ser tremendamente sutiles. Y cada vez creo menos en una libertad, supuesta libertad, que funciona contra natura.
La imagen de hoy es esa niña vestida con el chador con la que me crucé esta mañana.




2 comentarios:

Anónimo dijo...

He leido tu Zanzíbar de 29 de agosto. Me gustan esos viajes que, como enciclopedias, le enseñan a uno; pero más que sobre el mundo, las ideas o las cosas uno aprende algo más sobre sí mismo. O no.

Anónimo dijo...

Pienso que sí. Desde luego aprendemos a vivir, a estar en el mundo, y a convivir con nosotros mismos, lo que va unido necesariamente al hecho de ir conociéndonos mejor.
Un saludo, amigo o amiga anónima