15 de febrero de 2015

Recordando viajes (ahora que no viajo) Las Hurdes 1ª parte



En 1975 yo era un mar de dudas sobre el conocimiento de mi verdadera personalidad, sobre mi capacidad para elegir en libertad y luchaba y luchaba para desprenderme y superar más de veinte años de sumisión y entrar en una nueva vida, una vida mía por encima de tantos prejuicios y tanta tutela que habían mermado mis aptitudes para analizar y decidir cómo quería realmente vivir y qué era en verdad significativo, lo que merecía la pena desde mi propia visión del mundo y de mis circunstancias más cercanas.

En diciembre de ese año Alberto y yo cargamos nuestros macutos y emprendimos un viaje por Las Hurdes en autoestop y a pie a partir de Plasencia a dónde llegamos en tren. Aquí transcribo parte de mi crónica de aquel viaje con la principal intención de iniciar, aunque quizá esto no tenga continuación, la recuperación de mi pasado viajero del que he aprendido tanto.

Parte de aquellas Hurdes estaban más cerca del documental de Buñuel, Tierra sin pan que, por supuesto, de la actualidad. Esta visión, Franco acababa de morir, pertenece a los años de la dictadura, el abandono en el que había estado durante el Régimen se mantenía.


21 de diciembre de 1975
Salimos de Madrid con dirección a Las Hurdes. Después de unos días en que me encontraba muy cansada y los problemas se agrandaban, la necesidad de marchar de la ciudad para leer, descansar, pensar y aprender a ver más objetivamente estos problemas era fuerte.

Un R4 nos recoge a la salida de Plasencia. Al fondo, entre la neblina, aparece la Sierra de Gata; a la derecha la Sierra de Béjar muestra sus colores de atardecer: pardos, azulados, dorados, algunos blancos modelados por la nieve. El coche nos deja en Aldeanueva del Camino. Los niños juegan al escondite en la plaza, no me importaría dar clase en un pueblo como éste. Mi pereza puede conmigo y en lugar de dormir bajo la luna alquilamos una habitación en uno de los bares.

Guijo de Granadilla. Charlamos un rato con un zapatero que lleva cincuenta años “metiendo la mano donde todo el mundo deja el sudor”. Los viejos toman el sol y al atardecer juegan la partida. Parecen más satisfechos que los que viven en la ciudad, están en el lugar al que han pertenecido toda la vida rodeados de sus amigos y de sus enemigos, y del recuerdo.

Mohedas. Un pueblo de casas blancas, calles estrechas unas empedradas y otras embarradas. En el bar nos miran un poco como bichos raros. Una anciana con mirada pícara nos dice: ¿Qué os traéis entre manos? El maestro se acerca a charlar con nosotros. Está deseoso de que sepamos que le han publicado en algún periódico varios artículos sobre la evolución del pueblo desde que él llegó. Se siente orgulloso de su labor pero... “La memoria y los conocimientos son la base de la cultura. La vida debe girar en torno al dinero. El dinero lo es todo. Olvídate de tus ideas y vive para ti, dentro de unos años pensarás como yo”.
Muchos de los chicos del pueblo se han marchado a trabajar a la ciudad. Las cátedras de Sección Femenina siguen viniendo de vez en cuando a dar cursos de cocina, bordados... En el bar todos son hombres.
Por la mañana intentamos inútilmente que la encargada de la boticamerceríatiendadealimentación nos entienda que queremos Desenfriol.
Una anciana nos invita a bollos en la puerta de su casa:
­ ¡Venga! Que ya se ha muerto Franco y nos los podemos comer con libertad.
Es la primera persona a la que oímos expresarse así. Nos ofrece una cama “siempre que estéis casados”.
Fotos de calles, casas, viejos, niños que salen sin mocos porque su madre se los limpia “para que queden bien en la foto”.


Somos observadores, meros turistas que curioseamos en medio del atraso de estos pueblos.

Casar de Palomero. En la plaza hay un estanco donde dan comidas. Todo muy cuco. Sonrisas hipócritas y conversación insulsa con la dueña. Palo a la hora de pagar. Como si estuviéramos en el centro de Madrid. Gente ricachona de un pueblo humilde que quiere engañar a los forasteros, así que hicimos lo que pudimos: llevarnos una pastilla de jabón, un cepillo del pelo y un almirez (cuando regresamos a Madrid le enviamos una postal de “explicaciones”).
Mal sabor de boca al abandonar el pueblo.
Un 600 nos dejó a un kilómetro de Caminomorisco. A partir de aquí el viaje lo hacemos a pie.

Caminomorisco. Primera impresión: deprimente. Salimos dejando al pueblo dormido, pagamos a ojo la pensión y después de cruzar Pinofranqueado, y a lo lejos La Muela llegamos a Robledo acompañando a un hombre que hacía su viaje en burro.

Robledo: Gente sencilla. Nos hablan de lo duro de la tierra y no comprenden como “dejamos lo bonito para ir a lo feo”. Gente alegre. Están con la matanza y preparando las castañas. Comemos alrededor de una hoguera en una habitación sin apenas luz, pero ¡qué comida! Cabrito cocinado en el fuego, aceitunas de la tierra y queso de cabra. La conversación gira en torno a la juventud que abandona el pueblo y a los sueldos de la gente que trabaja el campo.


Castillo: A siete kilómetros de Robledo éste es el primer caserío propiamente hurdano que visitamos. La gente parece recelar al principio, pero poco después la desconfianza ha desaparecido y ha dado lugar a una familiaridad y un ambiente que hacen que esta Nochebuena sea de las más bonitas que he vivido, en el bar del alcalde la conversación llega hasta las once de la noche, la cena unas patatas guisadas, galletas y algún trozo de turrón con el alcalde, su familia y algunos otros vecinos del pueblo.
El gobierno ha repoblado la zona con pinos cuyas raíces se comen la tierra, por esta repoblación pagan intereses todos los vecinos del pueblo, a las dos cortadas les darán el producto. El gobierno se comporta aquí como una empresa privada que quiere hacer negocio.
El alcalde es un hombre listo y preocupado por los problemas del pueblo; el cura vive en Horcajo y nunca va por Castillo; el maestro empieza las clases el lunes por la tarde y las termina el jueves, de vez en cuando lo deja y se va a tomar una copa al bar o a dar una vuelta, parece un hombre amargado, los vecinos le dan cosecha y matanza. Se vive de lo que se produce, apenas se compra.
A la mañana, después de dar una vuelta bajo un tenue sol, salimos en dirección a Erías y Aldehuela. Castillo es el caserío más bonito encontrado hasta ahora, sus calles empinadas y estrechas y sobre todo sus recovecos y cruces de callejuelas, la plaza es un pequeño rincón con árboles y el suelo de tierra y piedra, allí está el rebaño de cabras del pueblo preparado para ir monte arriba a pastar.




Aldehuela. Un ambiente inesperado. Desde la noche anterior los hombres del pueblo están de fiesta, no han dejado de beber y aún continúan. Emigrantes, legionarios, vecinos que no habían salido del pueblo más que para hacer el servicio militar, un tipo que no se lavaba desde hacía años con uñas y orejas totalmente negras y el alcalde, amarillo de borrachera. El ambiente rezumaba una alegría ficticia y un fondo de tristeza. La gente se desvivía de palabra con nosotros: cenaréis aquí, dormiréis en mi casa... pero a la hora de la verdad nadie se acordaba de lo que había dicho. Nos fuimos a dormir al porche de la escuela. Se nos cerraban los ojos cuando aún se oían el pandero y las voces de la fiesta.
Es un pueblo muy pequeño y muy pobre. El caciquismo y la explotación son visibles.




Dejamos Aldehuela a primeras horas de la mañana con la, como se verá más tarde, cándida idea de cruzar la Sierra de Gata y llegar por la tarde a El Gasco.