La habitación tiene el suelo de madera, un escalón la separa del pasillo. Al fondo, un balcón da a un tejado que en invierno se cubre de nieve. Sobre una mesa camilla se extienden en una fila ordenada meticulosamente vasos y frascos de cristal, delante de ellos un tablero con manchas de pintura, pinceles y a la izquierda de la mesa, sobre una estantería con libros, una radio; cerca de la puerta un sillón y una mesita con unas galletas y un tarro de mermelada. La luz es pobre, la propia de esos años. Un hombre delgado, serio, con profundas ojeras, pinta flores, personajes felices salidos de épocas y ambientes lejanos, algún castillo, alguna iglesia. En el sillón una mujer sonriente y casi siempre feliz teje. Ambos escuchan a una niña de ocho años que lee en voz alta Las aventuras de Tom Sawyer. Un chiquitín arrastra una pequeña manta azul persiguiendo ora a su madre, ora a su hermana con un categórico: yúyame, ¡bropa es!
El niño irrumpe en los juegos que su hermana, sentada en el escalón de madera, inventa con sus recortables, o pregunta hambriento como siempre, ¿qué hay de puré? O intenta descubrir el mundo que debe de existir más allá de la nieve del tejadillo; curiosidad culpable de que un día su cabecita quede aprisionada entre los barrotes del balcón con el consiguiente susto para todos.
Es uno de mis primeros recuerdos, un recuerdo nebuloso de un pequeño recinto, una tenue luz y unos personajes de fisonomía imprecisa.
Poco a poco esos rostros se aclaran, adquieren rasgos más concretos, la luz es la de un día de verano. El niño dice adiós a sus padres desde el avión de un tiovivo, en los jardines de San Roque, mientras su hermana lee las aventuras de Celia y Cuchifritín.
Siete, ocho años más tarde la niña que leía a Mark Twain ya no observa a su hermano admirada o interrogante. El ensueño que rodeaba los primeros recuerdos no existe. Todo es habitual, simple. Otra casa. Un jardín descuidado −la alamedilla− desde el que, recorriendo una pequeña cuesta, se alcanza la calle del colegio; por allí apareció un buen día un perro vagabundo, Golfo, y se quedó para siempre. En los veranos el niño sube el talud con sus hermanos para ir andando hasta Las Arenas, la playa junto al río.
Muchos años después está sentado en el suelo, sobre la alfombra, recostado en la pared, comparte un porro con Paloma, en el casete suena Leonard Cohen; zambullida impulsiva en sensaciones, vivencias, aventuras propias de un tiempo en el que casi todo se tambaleaba. Dura, difícil época la de ese laberinto de pasiones con algún que otro sobresalto provocado por... por ejemplo, la publicación en el periódico de la lista de fichados en una manifestación por la amnistía.
Un buen día el niño cogió un barco y emigró a una isla, olvidó sus intentos de convertirse en arquitecto, su título de maestro y siguió buscando; esta vez rodeado de manzanos, cabras y algún que otro cerdo. Y la niña que leía sentada frente a la mesa camilla comió sus manzanas, fumó las hojas guardadas detrás de la puerta de la alacena y conoció estrecha y deliciosamente a su amigo Bernard.
No hay comentarios:
Publicar un comentario