28 de agosto de 2015

El libro de los susurros, leído en Tbilisis, Georgia

Tbilisis, Georgia, 28 de agosto de 2015


El libro de los susurros, de Varujan Vosganian

"De él aprendí que el nombre no tiene ninguna utilidad. 

Ni siquiera el mío; había de escribirlo sin mayúsculas, como el nombre de un árbol o un animal."

Nada más empezar la lectura del libro me detengo ante estas palabras, percibo en ellas nuestra insignificancia fuera de lo que somos para nosotros mismos y del orgullo estúpido que se podría deducir de esa mayúscula con que adornamos nuestros nombres. Cuando termino la lectura, la desgarradora historia final me afianza más en esa idea. Tanto los causantes del genocidio armenio como los de cualquier hecho violento contra los seres humanos como las propias víctimas carecen de nombres; los primeros por no merecerlo o haberlo ensuciado y los segundos por el olvido al que los relegamos en nuestra lógica e inevitable vida diaria que nos muestra sólo lo inmediato o nos defiende de aquello que puede perturbarla.

El principio, cuando describe su infancia, el relato que hace a través de los sentidos, me acerca a la mía, en seguida al olor del café con leche en un vaso de estrías gruesas en casa de mis abuelos maternos. De los primeros años puede que apenas se recuerde más que a través de los sentidos del tacto y del olfato.

Es un libro, en este primer capítulo, que invita a leer despacio, lentamente, saboreando las palabras y releyendo para así poder revivir lo que el autor vive y lo que yo recuerdo haber vivido que, en el fondo, sin detalles viene a ser lo mismo.

Brutalmente diferentes son los capítulos siete y ocho, los únicos junto con el primero que hemos conseguido del libro. Nada hay más duro de asimilar que esta lectura, ninguna película sobre los crímenes del nazismo excepto Noche y niebla, de Resnais, y ésta casi por lo contrario, golpean tanto. En el caso de El libro de los susurros hay un halo poético en su expresión que al chocar con lo terrible del relato aumenta la desolación y la dificultad para asimilar los hechos; en cuanto a la película de Resnais es la sustitución de las imágenes directas de la barbarie por el paisaje, por los lugares donde se desarrolló el espantoso drama y un cierto halo poético similar al que subyace en el texto de Varujan. 

"Los vivos y los muertos pertenecen al cielo y a la tierra. Solo los moribundos pertenecen por completo a la muerte. Ésta se pasea entre ellos, se comporta sencillamente con ternura, la condición de moribundo es un estado que la muerte se encarga de no truncar demasiado pronto. Es su avena fresca. La condición de moribundo es una iniciación para la muerte."

La muerte humanizada, cercana. Nuestra imagen de la muerte está muy bien representada en la mujer esquelética oculta tras una capa, el rostro escondido y la guadaña en la mano. Es ésta la que ha sido transmitida a través de nuestras tradiciones, fomentada por la Iglesia más conservadora durante siglos. Qué diferente de la que ofrecen estas líneas. La vida y la muerte unidas, indisolubles a lo largo de nuestra existencia. Nos bastaría quizá con observar la naturaleza, las flores que nacen entre las rocas de las cimas de las altas montañas, unos pocos días de vida, absorbiendo la brisa y la luz, sin más, o con ser conscientes de su cercana existencia cuando vivimos la muerte de alguien querido o la convivencia entre un anciano y un niño. Así de sencillo.

"Yo soy viejo y tú eres un niño. Pero fíjate en que la sangre está igual de viva en ti y en mí. Eso es amor a la vida."

Los siguientes fragmentos contienen parte del relato de Varujan sobre la deportación genocida que sufrieron los armenios en 1915. Al igual que cuando se visitan los campos de exterminio nazis o los museos que recuerdan otros genocidios, libros como éste son necesarios. Aunque leerlos nos revuelvan el cuerpo y el ánimo o, mejor, precisamente por eso.

"Desde convoyes conducidos hasta lugares aislados y fáciles de cercar para poder diezmarlos y desde campos de concentración hasta muerte a tiros, por hambre, inmersión en agua helada o quemando vivos a los moribundos, de todos los medios utilizados para matar a los armenios en los caminos de Anatolia, desde Constantinopla a Deir-ez-Zor y Mosul, se sirvieron más tarde los nazis contra los judíos. Solo que en los campos de concentración nazis los internados llevaban números y esa macabra numeración incrementó el horror de los crímenes cometidos contra el pueblo judío. Los muertos que quedaron como consecuencia de los actos emprendidos para el exterminio del pueblo armenio no fueron más, si es que puede establecerse una comparación de ese tipo entre crímenes de semejante magnitud, pero sí más incontables. Los nombres que conocemos son, principalmente, los de los verdugos, gobernadores, jefes de campo, bajás, beyes, agaes y chauces. Las víctimas pocas veces portan nombre. Nunca la muerte, que al despojarse, círculo tras círculo, de sus vestiduras, estuvo más cerca de su meollo, nunca la muerte careció tanto de nombres."

"Los niños miran sin más expresión en el rostro que de extravío mental, miran como
desde otro mundo, no tienden las manos, no piden nada. En sus ojos no hay odio, habían vivido muy poco para entender y condenar. Tampoco hay súplica, ya que habían olvidado lo que era el hambre; no hay tristeza, ya que no habían vivido las alegrías de la infancia; no hay olvido, ya que no tenían recuerdos. En sus ojos está la nada. La nada, el ventanuco entreabierto al otro mundo."

Después de descansar en Dilijan nos despedimos de Armenia visitando los monasterios de Sanahin y Haghpat, cerca de Alaverdi. Pasaremos tres días en Tbilisis antes de coger el tren a Baku.

Imágenes:
Monasterios de Sanahin y Haghpat en Armenia
Un paseo por Tbilisis, la capital de Georgia.



















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