13 de enero de 2010

Hacia el Mont Blanc





La Manère, 31 de julio


Un petirrojo revolotea frente a mí. Un petirrojo como los de mi parcela. Echo de menos mi casa, no lo que hago en ella ni el ambiente de Madrid o la posibilidad de ir al cine o a un concierto; echo de menos mi casa, así, sin más. Quién me lo iba a decir, a mí, tan viajera y ¿tan viajada? ¿Serán los años vividos? ¿tanto mundo visitado? ¿tanto movimiento?

Quizá la causa de mi nostalgia sea el sentimiento del paso del tiempo por mi cuerpo. Lo mismo me sucede con mis hijos, los propios y los añadidos que diría mi madre, y con mi nieta; creo que nunca los había añorado tanto.




Narbonne, 2 de agosto


Dos muchachas de rasgos árabes bajan de un coche, llevan una botella de vino y un par de vasos de papel, están alegres, cruzan a saltitos temerosos una pequeña hondonada y caminan después erguidas y seguras hasta un banco al que da sombra un precioso pino. Desde donde estoy sentada las oigo charlar y reír animadamente. No ha pasado mucho tiempo cuando regresan al coche con la botella seguramente vacía dada la satisfacción que se refleja en sus caras y la manera rápida con que cruzan la hondonada. Suben al coche, arrancan y desaparecen por la pista que lleva a la carretera de Narbonne.
Y me acuerdo de la botella que nos bebíamos mi amigo Antonio y yo cada vez que me invitaba a cenar mejicano en su casa de la calle Amparo. Una cerveza al llegar mientras él picaba cebolla, cortaba trocitos pequeños de carne, rehogaba, añadía el mole y preparaba una ensalada. Su pequeñísimo piso era un enorme caos, sin embargo en pocos sitios me he sentido tan a gusto como allí. Sobre la mesa, sin mantel ni servilletas, un par de platos, el vino y dos finas copas de cristal que destacaban como un precioso detalle personal y que me regaló cuando se marchó a Estados Unidos.
Nos quedamos a dormir en este parque municipal de Narbonne, a las afueras de la ciudad, todo un mundo de caminos que trepan, bordean, atraviesan sus colinas. A la mañana, poco después de amanecer, los visitantes principales del parque son los perros sus dueños. Sonrisas, saludos afables. Es un agradable despertar.




Gargantas De Tarn, 5 de agosto


¡Horror! Muy difícil disfrutar de este extraordinario paisaje de rocas en equilibrio sobre las laderas que encajonan el río Tarn. Bellísimo pero escondido en medio de las multitudes de turistas que llenan las carreteras, los pocos y estrechos aparcamientos y los pueblos. En Saint Enimie las parejas no pueden caminar abrazadas, ni los niños pasear de la mano de sus padres ni la abuelita acogerse a la ayuda del brazo de su nieto. Aquí se anda en fila de a uno, las aceras son hileras de piedra rodeando las terrazas de restaurantes, bares y tiendas de recuerdos. Los coches también en formación, uno tras otro, marchando despacio y parando cada vez que un camper se cruza en su camino con la copiloto alargando la cabeza fuera de la ventanilla para vigilar el muy posible golpe del techo del vehículo sobre la roca. El río, tranquilo, sosegado, fluye allí abajo, lejos de nosotros, despistados viajeros convertidos en turistas que creíamos descubrir un paraje nuevo ¡si ya no existen! ¿Encontraremos comida en estos pueblos? decía Alberto poco antes de llegar a Nant. Aún no sabíamos lo que nos esperaba. No hay caminos que bordeen el río, sólo es posible acceder a él a través de uno de los múltiples negocios de alquiler de canoas. Las furgonetas con su artilugio porteador de canoas detrás se cruzan con los autocares porteadores de futuros navegantes. Ni un solo rincón que no muestre su aviso de propiedad privada con cadena incluida. Huimos de las hermosísimas gargantas de Tarn, no paramos mas que para dormir en el único hueco posible (mira que al final tenemos suerte…), un alto frente a los acantilados rocosos que se ha salvado de la quema turística al estar dedicado a la obtención de grava. Poco después de llegar, una furgoneta sube la cuesta, compartimos con una pareja suiza este trocito de soledad; seremos los únicos porque no cabe nadie más. Dos días antes pasamos un par de noches en un campo más arriba de Saint Sauveur, frente a un atardecer rojo radiante y con la posibilidad de un buen paseo por el bosque.

Marchamos hacia Chamonix.




Camino a Chamonix, 7 de agosto

En El Danubio (Magris), me encuentro con dos ejemplos de la dificultad de la mujer para situarse a un nivel de igualdad con el hombre. Dos mujeres que aparecen en el libro en capítulos diferentes y separados por bastantes páginas. La primera es Marieluise Fleisser, la segunda Marianne Willemer, Suleika en Divan, la obra de Goethe. Dice Magris que para Marieluise el encuentro con Bretch fue “una fortuna intelectual y, probablemente, un infortunio existencial”.
Marianne, es autora de algunos de los poemas de el Diván, poemas a los que Schubert puso música y que califica Magris como elevados y sublimes. Algo me identifica con las dos. La lucha por situarme en un mismo grado que el hombre en cuanto a mi valor personal e intelectual diluida por la tendencia a la “dedicación visceral” en el caso de Marieluise y que me acompañó durante muchos muchos años y la intuida falta de importancia del reconocimiento de esa igualdad plasmada en la aceptación, parece que activa, de Marianne de no aparecer como autora de los poemas con los que colaboró en el Diván. Lo tenían difícil, por la época y por las personalidades de Bretch y Goethe, pero las cosas sólo han cambiado un poco, en muchas ocasiones aún las mujeres no somos capaces de arrancarnos esa tendencia a la “dedicación visceral” dura y cómoda al mismo tiempo, por un lado, o tomamos, como postura aparentemente opuesta y sin embargo coincidente muchas veces, una actitud terca y superficial, superficial por lo que le falta de revisión actual del problema, y que puede detenerse en signos externos más que en lo verdaderamente vital. Sí, una debe decidir firmar su propia obra, pero también debe poder decidir lo contrario, la decisión de Marianne puede ser tachada de débil, pero también de representación de una visión inteligente de la vida.


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