13 de enero de 2010

Ulm







Junto al Danubio, 17 de agosto


Ulm es una preciosa ciudad, agradable, ni muy grande ni muy pequeña, organizada, pero sólo lo suficiente para que todo resulte fácil. El primer encuentro es con la catedral, su alta y estilizada torre de setecientos y pico escalones que yo no subo y que me recuerda que hace unos días mi amigo del alma habrá sudado lo suyo hasta llegar arriba. Es casi imposible que él y yo nos crucemos, coincidimos en una parte del recorrido veraniego pero creo que yo llego siempre con unos días de retraso. A pesar de saberlo, en Munich, un día después, mis ojos le buscan mientras paseo por la zona peatonal hasta arriba de turistas, mientras como salmón ahumado con queso, patata y ensalada. Mañana, en Linz, última posibilidad de encuentro.


El sol aplastante de la plaza de la catedral desaparece en las calles estrechas que bordean los canales del barrio de los pescadores y que llevan hasta el Danubio, ribeteado por la ruta para bicis que comienza en su nacimiento y finaliza en el delta.


Ahora estamos cerca de Linz, sentados junto al río. Vemos, en la orilla de enfrente, pasar a los ciclistas por el mismo camino que hace la friolera de veinte años, recorrimos los cinco, la familia al completo, desde Viena hasta Passau, el año en que aprendí a montar en bici.


Nada más pasar a Austria dos polis nos paran: el coche no lleva el símbolo de la Unión Europea en la matrícula, ni siquiera el de España, es un coche huérfano de patria y eso no está bien. No son desagradables pero tienen ese punto reconocible en la mayor parte de los polis del mundo. Raymond Chandler, en El largo adiós hace una descripción genial a través de lo que el detective Marlowe ve en los policías que le interrogan.







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