13 de enero de 2010

Hacia el Danubio



Área de servicio cerca de Ulm, 15 de agosto


Como cronista oficial de viaje y a modo de pie de foto, resumo: Un par de días en los Alpes franceses, Chamonix, más exactamente Servoz, donde Alberto se dio un “paseo” de doce horas con caída y buen golpe en la cadera incluidos; pasamos por Suiza camino de Zurich pero a Alberto le apetecía ver el Eiger y retrocedimos hasta Grindelwald; después Zurich y Tübingen.
¿Impresiones? Demasiada gente en los Alpes. El Eiger lo vimos desde Grindelwald, la idea de Alberto de caminar al día siguiente chocaba con el ambiente suizo: dificultad para encontrar un sitio donde dormir medianamente a gusto, la cantidad de gente, de coches, de casas por todas las laderas.


Y es que Suiza, la parte alpina, es un jardín, con huertas y pastos, pero un jardín, un jardín cuidado, ordenado, impoluto, armonioso, perfecto, de postal fotográfica, en el que en un principio dudas dónde poner el pie, es bonito, sólo bonito… hasta que levantas la vista, las montañas, eso les salva. Los pueblos de la zona de los Alpes llaman la atención al principio pero pasados unos pocos, una se encuentra saturada de tantas casitas de madera con las mismas flores en las mismas jardineras y colocadas de la misma manera y se echa de menos el bullicio de los países árabes, la diversidad de colores de India o la música de las calles latinoamericanas.



Nunca me ha gustado esta parte de Suiza, me carga, es inevitable. Me reconcilio con los suizos en Zurich, las ciudades son otra cosa, las coincidencias son grandes en las ciudades occidentales y una se siente como una suiza, una alemana o una francesa, estás en casa. El ánimo con que inicias un viaje, más que el ánimo, la preparación inconsciente que llevas cuando sales de casa influye en ese estar a gusto. Si vas al Sahara el cuerpo se dispone a soportar el calor tranquilamente sin que una le diga nada, si estás en Ushuaia en invierno, sientes el frío y la falta de luz como algo natural, normal, inevitablemente tenemos una idea del viaje que nos marca, nos encamina hacia una percepción más o menos determinada de lo que va a presentarse ante nuestros sentidos; por eso, disfrutamos de lo exótico, lo diferente en continentes de culturas lejanas a la nuestra, pero en occidente, a mí al menos, me gusta estar como en casa.

Tübingen me decepciona un poquito, suele suceder cuando esperas algo con muchas ganas. La casa donde vivió Hölderlin los últimos años de su vida es fría, excepto la habitación en la que permanecía prácticamente todo el tiempo, ésta es evocadora y cálida en su blancura y escasez de muebles y recuerdos, sólo dos sillas y un jarrón con flores sobre el suelo.



No hay comentarios: