Como
cronista oficial de viaje y a modo de pie de foto, resumo: Un par de
días en los Alpes franceses, Chamonix, más exactamente Servoz,
donde Alberto se dio un “paseo” de doce horas con caída y buen
golpe en la cadera incluidos; pasamos por Suiza camino de Zurich pero
a Alberto le apetecía ver el Eiger y retrocedimos hasta Grindelwald;
después Zurich y Tübingen.
¿Impresiones?
Demasiada gente en los Alpes. El Eiger lo vimos desde Grindelwald, la
idea de Alberto de caminar al día siguiente chocaba con el ambiente
suizo: dificultad para encontrar un sitio donde dormir medianamente a
gusto, la cantidad de gente, de coches, de casas por todas las
laderas.
Y es que Suiza, la parte alpina, es un jardín, con huertas y pastos, pero un jardín, un jardín cuidado, ordenado, impoluto, armonioso, perfecto, de postal fotográfica, en el que en un principio dudas dónde poner el pie, es bonito, sólo bonito… hasta que levantas la vista, las montañas, eso les salva. Los pueblos de la zona de los Alpes llaman la atención al principio pero pasados unos pocos, una se encuentra saturada de tantas casitas de madera con las mismas flores en las mismas jardineras y colocadas de la misma manera y se echa de menos el bullicio de los países árabes, la diversidad de colores de India o la música de las calles latinoamericanas.

Tübingen
me decepciona un poquito, suele suceder cuando esperas algo con
muchas ganas. La casa donde vivió Hölderlin los últimos años de
su vida es fría, excepto la habitación en la que permanecía
prácticamente todo el tiempo, ésta es evocadora y cálida en su
blancura y escasez de muebles y recuerdos, sólo dos sillas y un
jarrón con flores sobre el suelo.
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