31 de julio de 2015

Goreme, Sabines y el tiempo

Goreme, Turquía, 28 de julio de 2015


Goreme Village es un pequeño pueblo sin más atractivo que el paisaje que le rodea y la puesta de sol anunciada en las señalizaciones, Sunset Point, donde sube el turismo turco y no turco en masa a cumplir con la obligación de todo turista que se precie. Es bonito, por supuesto, pero no más que muchísimos otros atardeceres. Como en tantos puntos de turismo obligatorio la gente fotografía el horizonte, es fotografiada y se fotografía a sí misma palo en ristre, el quiosquero de turno monta su negocio y los que se llaman a sí mismos viajeros que no turistas intentan sin mucho éxito sentirse diferentes de la masa que les rodea.

Aparte está la fundamental llamada de Goreme al turismo, el Open Air Museum. En Capadocia son comunes las construcciones excavadas en la roca. Aquí fueron monasterios fundados en los siglos tercero y cuarto e iglesias de la época bizantina.

En esta ocasión, ya lo había visitado anteriormente, me decepcionó, pero no porque no hubiera belleza e interés histórico en él. Cuando un lugar importante histórica o artísticamente se masifica es muy difícil captar la belleza, dejar que te recorran sensaciones que emanan del ambiente de soledad de una iglesia o de la sencillez y austeridad del refectorio de un monasterio, o percibir un detalle interesante u original en una pintura. Es como escuchar una composición musical del barroco, pongamos como ejemplo, en el andén del metro en una hora punta. Si a eso añadimos que el precio de la entrada era casi el de una noche de hotel... pues eso, la guinda del pastel.

Podría parecer que salí a disgusto de Goreme, pero no es el caso. Es difícil que llevando este tipo de vida viajera me sienta mal en algún lugar. El día a día con sus hábitos, la japonesa enamorada de sus gatas que regenta el hotel, el restaurante fuera del tumulto del centro donde comes tan bien y tan barato, la gente siempre amable y, en este caso, pasear por la mañana temprano por los alrededores, caminos aún solitarios, basta para sentirme a gusto, cuando no es así la culpa no es del lugar, suele ser de mí misma.

Algo de eso me sucedía durante el paseo matutino. No es la primera vez, por supuesto, ni va a ser la última en que me sienta pequeña, insignificante, poquita cosa. Me ocurre a veces cuando me veo incapaz de elaborar un razonamiento lógico, de poner en palabras una idea, de analizar con una mínima profundidad unos hechos, sus posibles causas o consecuencias. Llegan las ideas como mariposas revoloteando y soy incapaz de agarrar una, guardan entre sí una relación velada que no me da tiempo a captar y me resulta imposible escoger una y centrarme en ella.

¿Aceptar cómo es cada una? Sí pero el asunto no es tan simple. En el fondo sé que en la causa de esa especie de parálisis mental hay un tanto de pereza y otro poco de falta de hábito en la profundización de lo que leo, de lo que escucho. Nuestra inteligencia, la de cada uno, tiene un límite pero ¿cuál es ese límite? ¿cuánto tiempo he desperdiciado no utilizándolo adecuadamente en un desarrollo de mis capacidades? Y entonces me puedo plantear que tengo unos cuantos años, que ya no me da tiempo... Como si el tiempo fuera algo ajeno a nosotros mismos y nos controlara cual sargento en el cuartelillo. El tiempo soy yo, decía más o menos Jaime Sabines en un poema. Tema que quedó grabado a fuego en mí y que ha surgido en varias ocasiones en mis escritos, la primera vez junto a una laguna de algún país de Latinoamérica.

Encontré mi cita pero no el lugar:
"No desearía vivir el presente como un segmento de tiempo, sino anularlo como se anula el pasado y el futuro. El tiempo soy yo y yo soy indivisible y yo soy la que pasa. Y ese pasar yo, mi tiempo, me da más libertad, me libera de lo que no me concierne, de lo que no soy yo incluso cuando tengo que mirar un reloj para coger un autobús o para ir a trabajar."

La originalidad del paisaje de Goreme, los pináculos, la blancura de la caliza, sus particulares formaciones rocosas lo convierten en un lugar a recordar siempre por mucho que se haya viajado. La fragilidad de mi memoria y el haber recorrido tantos lugares por el mundo hacen que casi nunca sea capaz de ubicar ni espacial ni temporalmente las imágenes que a veces se me aparecen de repente sin saber la correspondencia del lugar en el que estoy y el lugar que recuerdo. No me sucede con Goreme. Hace treinta años estuvimos allí la familia al completo durante un viaje en furgoneta por Estambul y el centro de Anatolia. Y diez o quince años después Alberto y yo nos dimos otra vuelta por esta ciudad de cuento de hadas. El recuerdo estaba vivo.













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